lunes, 10 de diciembre de 2018

SEVILLANOS ILUSTRES "Murillo" Parte 15 de 16





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Retratos

Aunque su número es relativamente reducido, los retratos pintados por Murillo se encuentran repartidos a lo largo de toda su carrera y presentan una notable variedad formal, a lo que no sería ajeno el gusto de los clientes. El del canónigo Justino de Neve (Londres, National Gallery), sentado en su escritorio, con un perrillo faldero a sus pies y ante un elegante fondo arquitectónico abierto a un jardín, responde perfectamente a modelos propios del retrato español, con el acento puesto en la dignidad del personaje retratado. Retratos de cuerpo entero como el de Don Andrés de Andrade del Metropolitan de Nueva York o el Caballero con golilla del Museo del Prado, acusan la doble influencia de Velázquez y Antón van Dyck que volverá a exhibir con notable maestría, pincelada fluida y sobriedad de color, en el retrato de Don Juan Antonio de Miranda y Ramírez de Vergara (Madrid, colección duques de Alba), una de las últimas obras del pintor, fechada con precisión en 1680 cuando el modelo, canónigo de la catedral, contaba 25 años.

Los retratos de Nicolás de Omazur (Museo del Prado), como el de su esposa Isabel de Malcampo —conocido solo por una copia—, de medio cuerpo e inscritos en un marco ilusionista, responden por el contrario al gusto más específicamente flamenco y holandés, tanto por el formato como por su contenido alegórico, al retratarlos llevando en las manos ella unas flores y él una calavera, símbolos propios de la pintura de vanitas, de rica tradición nórdica. Es este el formato elegido también para sus dos autorretratos, uno más juvenil, que se finge pintado sobre una piedra de mármol al modo de un relieve clásico, y el de la National Gallery de Londres, pintado para sus hijos, inscrito en un marco oval a la manera de un trampantojo y acompañado por las herramientas propias de su oficio.

Muy singular y ajeno a todos estos modelos es el Retrato de Don Antonio Hurtado de Salcedo, también llamado El cazador (hacia 1664, colección particular), retrato de gran formato por ir destinado a ocupar un lugar de privilegio en la casa de su cliente, luego marqués de Legarda, al que retrata en plena montería, de frente y erguido, con la escopeta apoyada en tierra y en compañía de un sirviente y tres perros. Nada en él recuerda a los retratos pintados por Velázquez de miembros de la familia real en traje de caza; y al contrario, parece más cercano a ciertas obras de Carreño con posible influencia vandyckiana
 
La Anunciación.(1)
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 321 x 217 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.

En un pequeño altar del muro lateral del presbiterio de la iglesia de los Capuchinos se encontraba esta escena de La Anunciación, de la que el artista ya había realizado diferentes versiones. Gracias a la holgada disposición vertical del lienzo, con remate de medio punto, el pintor dispone espaciadamente las figuras de San Gabriel y la Virgen, conectadas a través de su recurrente línea diagonal ascendente y con la que, con gran maestría, enlaza el espacio celestial y el terrenal.
Tanto la Virgen como el Arcángel, acompañados en el plano superior por el Espíritu Santo, coordinan sus gestos y contrastan actitudes de serenidad, en el caso de María, y vitalidad, en el del mensajero divino.


 
La Anunciación (2)

MUSEO DEL PRADO.

Hacia 1660. Óleo sobre lienzo, 125 x 103 cm. 
El arcángel Gabriel ha bajado del cielo y se arrodilla para anunciar a María que concebirá a Jesús. Lleva en su mano izquierda unas azucenas alusivas a la pureza y señala con la diestra al Espíritu Santo. La Virgen, que rezaba arrodillada, se lleva las manos al pecho en señal de aceptación. El uso del claroscuro sugiere que se trata de una obra temprana.
A través de esta obra podemos reconocer una parte del repertorio humano, formal e iconográfico que utilizó Murillo en muchos de sus cuadros y cuya reiteración constituye al mismo tiempo una de las claves de su éxito y una de sus señas de identidad. Una mesa con un tapete, algún libro y un jarrón con azucenas; una canastilla con los útiles de costura destacada en primer término como alusión patente a la dignidad del trabajo doméstico; un ámbito irreal en el que existe una interacción entre signos arquitectónicos convencionales y referencias al espacio empíreo; el diálogo delicado de un ser histórico con una criatura sobrenatural; la irrupción de angelitos; la idealización anatómica y facial, etc. Para entender lo que significaban para la sociedad sevillana de la época estas escenas llenas de dulce misterio, en las que no existe la tensión o el conflicto, hay que pensar que la ciudad hacía poco que había sufrido una gran crisis a causa de la terrible epidemia de peste de 1649, y se encontraba en un proceso de decadencia económica y demográfica. No son tanto imágenes en las que una sociedad veía reflejado su bienestar, cuantas pinturas que actúan como expresión de la búsqueda de alivio y consuelo en las prácticas devocionales.


La Piedad.
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 171 x 214 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.

También en un pequeño altar del muro lateral del presbiterio de la iglesia de los Capuchinos se encontraba esta escena, enfrentada a La Anunciación, con la cual compartía el mismo formato.
Esta Piedad fue, desgraciadamente, mutilada, perdiendo su mitad superior. Esta circunstancia propició la desvirtuación de su disposición original, mermando su excepcionalidad. La obra, que debió de ser equilibrada y con una soberbia composición, parece que fue tomada por Murillo de alguna estampa del mismo tema ejecutada por Annibale Carracci o Anton Van Dyck. Tanto el modelado del cuerpo de Cristo como la extraordinaria expresión de dolor de la Virgen salvan el desafortunado recorte del lienzo, que podría hoy lucir en su total plenitud.



San Juan Bautista.
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 197 x 116 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.

Haciendo pareja con San José con el Niño, y en el lado derecho del segundo cuerpo del Retablo Mayor, se ubicaba esta pintura que refleja la genial habilidad del pintor a la hora de captar emociones e impresiones psicológicas. En ella, el Bautista eleva su mirada hacia el cielo, emocionado ante su misión de anunciar al Mesías, acompañado por el cordero, el cual simboliza a Cristo a través del Agnus Dei.
Junto al excepcional estudio emocional de la obra, vemos también a un pintor que domina el dibujo anatómico y que, por su capacidad a la hora de aplicar el color, es capaz de reforzar a través del paisaje y la atmósfera, casi táctil, la actitud anímica del santo.



San Antonio con el Niño.
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 192 x 120 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.

Dentro de la tendencia hacia la representación de santos amables, cercanos y dulces que tanto conectaba con el pueblo, realiza Murillo varias versiones de San Antonio con el Niño a lo largo de su producción artística.
En este caso, la pintura se ejecutó para ser ubicada en la pared izquierda de la zona superior del Retablo Mayor, adaptándose a la curva que formaba la bóveda del presbiterio, disposición que se corrigió a la hora de trasladarse al Museo de Bellas Artes.
La escena muestra al santo abrazando al Niño, en un momento cargado de espiritualidad y amor, tal y como se refleja en las actitudes de los mismos. San Antonio emana religiosidad y el pequeño, amabilidad y complacencia.




San Félix Cantalicio con el Niño.
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 192 x 120 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.

En la misma línea que San Antonio con el Niño, y para la pared derecha de la zona superior del Retablo Mayor, adecuándose también, originalmente, a la curvatura de la bóveda del presbiterio, se encuentra otra de las representaciones amables y emotivas del conjunto: San Félix Cantalicio con el Niño. La propia circunstancia vital del religioso, un hombre anciano y bondadoso, refuerza el contraste con la ternura del Niño, que acaricia la barba del complacido santo.
La calidad técnica de Murillo se evidencia en esta obra a través, no solo de los estudios psicológicos, sino también gracias al dominio del pintor a la hora de aplicar el color para conseguir efectos tan expresivos como el de las manos del fraile.



San Leandro y San Buenaventura.
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 200 x 176 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.

Para el lateral derecho del primer cuerpo del Retablo Mayor realizó Murillo otra pareja de santos vinculados estrechamente a la ciudad de Sevilla, San Buenaventura y San Leandro, al que ya había pintado con anterioridad para la Sacristía Mayor y la Sala Capitular de la Catedral.
San Buenaventura es considerado uno de los grandes santos de la orden franciscana y San Leandro fue el encargado de la fundación del templo que se edificó en el lugar donde fueron martirizadas las Santas Justa y Rufina. En este sentido, la pintura es una representación alegórica de la cesión del templo por parte de San Leandro al santo franciscano, como se testimonia a través de la maqueta que porta el mismo.



Santa Ana enseñando a leer a la Virgen.
 Hacia 1655. Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo, 219 x 165 cm. Museo del Prado

Representa un tema muy querido por los pintores sevillanos, que alude a un episodio de la niñez de la Virgen transmitido a través de relatos apócrifos, y que da pie a Murillo para incorporar en un mismo espacio pictórico varios niveles de la realidad: por una parte, la realidad histórica trasladable a la vida cotidiana de una madre que ha dejado las labores de costura para enseñar a su hija; por otra, un espacio modelado a base de referencias arquitectónicas como columnas balaustradas que sitúan la escena en un ámbito indeterminado y en absoluto doméstico; en tercer lugar, un espacio alegórico formado por un rompimiento de gloria del que emergen dos ángeles que se disponen a colocar sobre la niña una corona de flores. La gran eficacia del pintor consiste en haber logrado reunir de una forma natural y armónica esos tiempos y espacios tan distintos, para formar, entre todos, una escena verosímil en la que se juega con el atractivo devocional que para una parte importante del público de la época tenían los temas infantiles. Como en muchas otras obras, Murillo prodiga en ésta los detalles que dan fe de su maestría como artista y de su conocimiento perfecto de los guiños estéticos e iconográficos que podían ganarle el entusiasmo de los espectadores. Es el caso de la cesta con la costura que aparece en primer término, y que constituye un magnífico fragmento de naturaleza muerta, o la delicada guirnalda de flores que transportan los ángeles, que debe su origen a tradiciones flamencas interpretadas de una manera muy personal (Texto extractado de Portús, J.: Guía de la pintura barroca española
Museo del Prado)

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