viernes, 23 de noviembre de 2018

SEVILLANOS ELUSTRES "Murillo" Parte 5 de 16



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De 1649 a 1655: el impacto de la peste

En los años inmediatos al terrible impacto de la peste de 1649 no se conocen nuevos encargos de aquella envergadura, pero sí un elevado número de imágenes de devoción, entre ellas algunas de las obras más populares del pintor, en las que el interés por la iluminación claroscurista se distancia de lo zurbaranesco por la búsqueda de una mayor movilidad e intensidad emotiva, al interpretar los temas sagrados con delicada e íntima humanidad. Las varias versiones de la Virgen con el Niño o de la llamada Virgen del Rosario (entre ellas las del Museo de Castres, Palacio Pitti y Museo del Prado), la Adoración de los pastores y la Sagrada Familia del pajarito, ambas del Museo del Prado, la juvenil Magdalena penitente de la National Gallery of Ireland y Madrid, colección Arango, o la Huida a Egipto de Detroit, pertenecen a este momento, en el que también abordó por primera vez el tema de la Inmaculada en la llamada Concepción Grande o Concepción de los franciscanos (Sevilla, Museo de Bellas Artes), con la que inició la renovación de su iconografía en Sevilla según el modelo de Ribera. ​

También pertenece a este momento, en el terreno ya de la pintura profana, el Niño espulgándose o Joven mendigo del Museo del Louvre, el primer testimonio conocido de la atención y dedicación del pintor a los motivos populares con protagonistas infantiles, en el que se ha visto una nota de melancólico pesimismo al mostrar al pequeño esportillero desparasitándose en soledad, un pesimismo que abandonará por completo en las obras posteriores de este género, dotadas de mayor vitalidad y alegría. ​ De otro orden son la reaparecida Vieja hilandera de Stourhead House, conocida con anterioridad solo por una copia mediocre guardada en el Museo del Prado, y la Vieja con gallina y cesta de huevos (Múnich, Alte Pinakothek), que pudo pertenecer a Nicolás de Omazur, pinturas de género concebidas casi como retratos de observación directa e inmediata aunque en ellas se acuse también la influencia de la pintura flamenca a través de estampas de Cornelis Bloemaert. ​ Por último, de 1650 es también el primer retrato documentado, el de Don Juan de Saavedra (Córdoba, colección privada).

Con su arzobispo y sus más de sesenta conventos, Sevilla era en el siglo XVII un importante foco de cultura religiosa. En ella, la religiosidad popular, alentada por las instituciones eclesiásticas, se manifestó en ocasiones con vehemencia. Así ocurrió en 1615, cuando según Diego Ortiz de Zúñiga y otros cronistas de la época, la ciudad entera se echó a la calle para proclamar la concepción de María sin pecado original en respuesta al sermón de un padre dominico en el que había manifestado una «opinión poco piadosa» en relación con el misterio. En su desagravio se celebraron procesiones y fiestas tumultuosas ese año y los siguientes a las que no faltaron negros y mulatos, y hasta «Moros y Moras», según se decía, hubiesen participado con su propia fiesta de habérseles permitido. La peste de 1649 hizo además que se redoblasen algunas devociones con títulos tan significativos como las del Cristo de la Buena Muerte o del Buen Fin, y que se fundasen o renovasen cofradías como la de los Agonizantes, cuyo objetivo era procurar a los hermanos sufragios y digna sepultura.

Conviene recordar, en fin, que en ese ambiente de intensa religiosidad la clientela eclesiástica constituía solo una parte, y quizá no la mayor, de la amplia demanda de pinturas religiosas, lo que permitiría explicar la producción murillesca de estos años, destinada a clientes privados y no a templos o conventos, con la repetición de motivos y la existencia de copias salidas del taller, como ocurre con la Santa Catalina de Alejandría de medio cuerpo, cuyo original, conocido por varias copias, se encuentra actualmente en la Fundación Focus-Abengoa de Sevilla. Numerosos particulares tomaron a su cargo la fundación o dotación de iglesias, conventos y capillas, pero además pinturas o sencillas láminas de asunto religioso no podían faltar en ningún hogar, por modesto que fuera. Un estudio estadístico hecho sobre 224 inventarios sevillanos entre los años 1600 y 1670, con un total de 5 179 pinturas reseñadas, arroja la cifra de 1741 cuadros de asunto religioso en poder de particulares, es decir, algo más de un tercio del total; pocos más, 1820, correspondían a la pintura profana de cualquier género y de las restantes 1618 no se determinaba el motivo, pero seguramente muchas de ellas serían también de asunto religioso. Como en otros lugares de España, el porcentaje de pinturas profanas era mayor en las colecciones de la nobleza y el clero, aumentando proporcionalmente la pintura de motivo religioso conforme se descendía en la escala social, hasta ser casi el único género presente en los inventarios de los agricultores y trabajadores en general.


 
Inmaculada Concepción del Coro. “La Niña”
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 190 x 160 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.

      Está inspirada en una joven doncella, de ahí su nombre, con las manos cruzadas sobre el corazón y la mirada en alto. A sus pies aparecen una multitud de ángeles portando, algunos de ellos, símbolos relativos a las Letanías, mientras en la parte superior otro grupo revolotea alegremente.
  Se expone actualmente en el Museo Provincial de Bellas Artes de Sevilla



Esta Inmaculada Concepción, en origen, se encontraba en el coro bajo del templo capuchino de Sevilla. Murillo vuelve a reproducir la iconografía derivaba de la visión de la beata Beatriz de Silva, según la cual, María vestía túnica blanca y manto azul, es decir los colores inmaculistas popularizados por el pintor en esta época. Sobre una media luna plateada, su figura centra la composición, girada ligeramente y perfilada por un manto vaporoso y flotante. Sus manos están unidas sobre el corazón y su cabeza se gira suavemente hacia las alturas. Una corte de ángeles revolotea a su alrededor, portando los habituales símbolos lauretanos de la palma, las azucenas y las rosas, siendo inundada además por una luz dorada celestial.





 
Niños jugando a los dados

hacia 1665-1675, óleo sobre lienzo, 140 x 108 cm, Múnich, Alte Pinakothek.

Las similitudes entre estos Niños jugando a los dados y las Niñas contando dinero resultan significativas. Ambas escenas están bañadas con una luz similar y se desarrollan ante el mismo fondo arquitectónico. Dos de los chiquillos juegan a los dados en posturas encontradas mientras que un tercero come una fruta y  un perro le mira. Se supone que se trata de vendedores de fruta o aguadores debido a la presencia en primer plano de una canasta con fruta y una vasija de cerámica, jugando las escasas monedas conseguidas, realizados todos los detalles con una impronta claramente naturalista. Los gestos de los muchachos están perfectamente caracterizados, especialmente el que echa los dados cuyo rostro está parcialmente iluminado por la rica y dorada luz. Una línea diagonal une las tres cabezas de los muchachos mientras que alrededor del centro de atención -los dados- Murillo ha creado un círculo donde se integran gestos y actitudes. Como viene siendo habitual en las obras de la década de 1670, el pintor sevillano introduce una atmósfera vaporosa creada por las luces cálidas y la armonía cromática de pardos, blancos, grises y ocres, obteniendo un resultado de gran calidad y belleza protagonizado por las actitudes desenfadadas y vitales de los muchachos. Abajo, a la izquierda, apoyada en la vieja cesta de mimbre, una cantarilla pequeña con la boca rota. No es la primera vez que Murillo confirma la validez y la dignidad de una pieza alfarera, aunque esté desportillada; también en Curación del paralítico en la piscina probática había pintado un pucherito con el labio roto. El mensaje -incomprensible en el siglo XXI- está claro: "todavía sirve".

El lienzo aparece documentado en 1781 en la Hofgartengalerie de Munich donde fue adquirido a principios del siglo XVIII para la Colección Real Alemana.

Fuente: Artehistoria


 
Joven mendigo o Niño espulgándose

Es una obra de Bartolomé Esteban Murillo fechada en 1650. Se trata de un óleo sobre lienzo que mide 137 cm de alto por 115 de ancho. Se encuentra actualmente en el Museo del Louvre de ParísFrancia, donde se exhibe con el título de Le Jeune Mendiant. Fue adquirido en 1782 para las colecciones reales de Luis XVI.

El pintor sevillano Murillo es conocido ante todo por su pintura religiosa. Pero, como otros pintores barrocos españoles (José RiberaVelázquez), también realizó obras realistas. Entre ellas, sobresalen sus escenas infantiles de mendigos y pilluelos.Se ha apuntado la posibilidad de que esta obra fuera un encargo de mercaderes extranjeros en Sevilla, dado el gusto flamenco por las obras de género que reflejan la vida cotidiana. Igualmente, se ha indicado la posibilidad de que se pintara por influencia de los franciscanos, para quien Murillo solía trabajar.

La primera de estas representaciones de golfillos urbanos es este Joven mendigo despiojándose. Puede ser un mendigo o un pícaro como el Lazarillo de Tormes (1554) o algunos personajes de lasNovelas Ejemplares de Cervantes (1613).

Por todo acompañamiento, Murillo pinta un cántaro de barro y un cesto con manzanas. En el suelo, restos de camarones u otros crustáceos. Forman un bodegón por sí mismos. Gracias a ellos, demuestra su gran capacidad para pintar diferenciadamente materiales y texturas.

La escena está iluminada con un fuerte claroscuro propio de la época barroca, de influencia caravagista. La luz proviene de la ventana que queda a la izquierda e incide plenamente en el cuerpo sentado del chico, dejando en penumbra el resto de la estancia.

La composición, típicamente barroca, está dominada por ejes diagonales.

En la gama cromática prevalecen los colores amarillentos y castaños, desde los más claros hasta los oscuros, casi negros


 
Joven Mendigo (detalle)

En el ángulo inferior izquierdo, presidiendo un humilde bodegón, vemos una cántara ovoide, panzuda, con una sola asa, hecha probablemente en algún taller de Triana o traída de los alfares del Aljarafe, de la tierra llana de Huelva o incluso de Lebrija, focos productores de los típicos cántaros sogelaos, muy comunes en todo el bajo GuadalquivirBeasTrigueros, y Villarrasa. Este modelo que aparece en el Niño espulgándose (quizá el mismo cántaro, parte del ajuar doméstico de la casa familiar del pintor), vuelve a ser pintado en varias ocasiones, como puede verse a lo largo de esta Galería. Se trata de una pieza muy similar a la que, el también sevillano Velázquez, había pintado treinta años antes en El aguador de Sevilla, estudiada por Natacha Seseña.


 
Tres muchachos (Dos golfillos y un negrito)

Fecha 

1670

Material 


Estilo 


Dimensiones 

159 x 104 cm.

Museo 

Dulwich Picture Gallery. Londres



Murillo tuvo un esclavo negro llamado Juan que había nacido en 1657. Puede tratarse del modelo empleado para esta composición, también titulada en algunas ocasiones El pobre negro. Al igual que su compañero Invitación al juego de pelota a pala, el maestro sevillano realiza una nueva demostración de cómo captar las reacciones psicológicas de los niños. La escena tiene lugar al aire libre donde dos niños están dispuestos a iniciar su merienda cuando aparece un tercero que porta un cántaro, demandando un trozo de la tarta que están a punto de comer. El que tiene la tarta en sus manos la retira del campo de acción del muchacho negro mientras que el otro dirige su mirada al espectador y sonríe abiertamente. El pequeño negro muestra un gesto amable en su demanda. Un triángulo organiza la composición, ocupando la cabeza del niño negro el vértice, creando un juego de luces y sombras con el que refuerza la sensación atmosférica, de la misma manera que hizo Velázquez en Las Meninas. Las tonalidades pardas y terrosas contrastando con claras son habituales de esta época caracterizada por el aspecxto naturalista de las composiciones, especialmente las populares.

Esta obra pertenece a "Los géneros profanos" de Murillo. Existen alrededor de 25 cuadros de este género, con motivos principalmente, aunque no exclusivamente, infantiles. Las primeras noticias que se tienen de casi todos ellos proceden de fuera de España, lo que induce a pensar que fueron pintados por encargo de algunos de los comerciantes flamencos asentados en Sevilla, clientes también de pinturas religiosas como pudiera ser Nicolás de Omazur, importante coleccionista de las obras del pintor, y con destino al mercado nórdico, como contrapunto laico quizá de las escenas dedicadas a la infancia de Jesús.




 
Niño riendo asomado a la ventana, 1675.
 
The National Gallery. Londres. Reino Unido.



Los niños más famosos de Murillo, como el Niño espulgándose o los de Los tres muchachos (dos golfillos y un negrito), tienen un contrapunto delicioso en otros menos célebres, como este niño que se parte el eje mientras contempla vaya usted a saber qué cosa y que nosotros no vemos. Apoyado en el quicio de una ventana, que es lo que debe hacerse durante la infancia.

Con este y otros cuadros de temática libre, el de Sevilla pasa del encasillamiento eclesiástico al terreno de lo independiente, hecho inusual en la época y que convierte a Murillo en uno de nuestros genios.




 
Retrato de Nicolás de Omazur,

 1672, óleo sobre lienzo, 83 x 73 cm, Madrid, Museo del Prado.



La especialidad de Murillo no era el retrato, aunque sí realizó algunos como éste de Don Nicolás de Omazur, gran amigo del pintor, natural de Amberes, importante comerciante de sedas y muy aficionado a la poesía, llegando a componer algunos versos. Formaba pareja con el retrato de su esposa, Isabel de Malcampo, actualmente perdido. Murillo sigue la tradición flamenca y holandesa de los retratos dobles insertos en un óvalo. Don Nicolás porta en sus manos una calavera, símbolo de la muerte y resurrección y de la vanidad de las cosas. El pintor se ha centrado en la personalidad del modelo, iluminando el rostro para llamar la atención sobre él. La sobriedad cromática recuerda los retratos de Van Dyck.



Murillo encuadra este retrato en un óvalo, fiel a la tradición retratista de la pintura holandesa y flamenca. El personaje, en un magnífico claroscuro que realza su rostro, convirtiéndolo en el centro expresivo de toda la pintura. Entre sus manos sostiene una calavera, siguiendo el motivo barroco de la Vanitas, símbolo de reflexión sobre la muerte y el más allá, lo que califica intelectualmente a Nicolás de Omazur dotándolo de una dimensión moral y filosófica. 




En la frente del personaje, sobre su arco ciliar izquierdo, podemos distinguir una elevación de bordes difusos, que corresponde a un quiste epidermoide, que Murillo intentó disimular colocando al retratado en una posición de perfil.   



Fuente: Xsierrav./ artehistoria





Las bodas de Caná

hacia 1670-1675, óleo sobre lienzo, 179 x 235 cm, Birmingham, The Barber Institute. El banquete de bodas permite a Murillo representar una escena de vivo colorido y diversidad de vestuario, con toques orientalizantes también en el mantel, además de un variado repertorio de objetos de bodegón, con el gran cántaro de cerámica como eje de la composición.



Murillo pinta en plateados tonos grises o dorados vidriados las "seis tinajas de piedra" que enuncia San Juan (Jn 2.1-12) en su relato de las Bodas de Caná. De aquí que ni el color a basto barro cocido, propio de los cántaros béticos, ni las formas, en este cuadro más sofisticadas y 'orientales', coincidan con el conjunto de piezas alfareras habituales en su pintura. También resulta curioso, si no enigmático, que pinte un séptimo cántaro, éste más sevillano, en brazos del personaje que abre -o cierra- la composición, a la derecha.

Murillo emplea este tema pare realizar una de sus obras con mayor número de personajes. La escena se desarrolla en un interior de clara inspiración clásica. Una gran mesa sobre la que se sientan los invitados preside la composición, distribuyéndose a su alrededor más de 20 personas. En el centro se hallan los novios, inundados por la luz blanca y potente que se dirige hacia los cántaros de primer plano, verdaderos protagonistas de la escena. En la izquierda aparece Cristo en el momento de realizar el milagro, acompañado por María. Los sirvientes se disponen a echar agua en las vasijas mientras el maestresala dirige su mirada a los comensales. Las figuras se disponen en planos paralelos con lo que se aumenta la sensación de profundidad. Murillo emplea vestidos orientales en algunos personajes, mantos, turbantes o una preciosa tela en la mesa que contemplamos a la izquierda, lo que podría indicar, según los especialistas, la relación de Sevilla con el mercado oriental durante el siglo XVII. El empleo de estos vestidos, la amplitud del escenario y el gran número de figuras empleadas traen a la memoria las escenas de Veronés. La iluminación utilizada por el maestro configura un sensacional efecto atmosférico, diluyendo los personajes del fondo de la misma manera que hace Velázquez. Sin embargo, Murillo no renuncia a recoger todo tipo de detalles, especialmente en primer plano, creando un estilo personal de gran belleza. No debemos olvidar su interés hacia los gestos, expresiones y actitudes, demostrando su maestría en el manejo de este asunto, maestría que también exhibe en el uso del color

Fuente: artehistoria/ oroxerbar.


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