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De 1649 a 1655: el
impacto de la peste
En los años inmediatos al terrible impacto de la peste de 1649 no se
conocen nuevos encargos de aquella envergadura, pero sí un elevado número de
imágenes de devoción, entre ellas algunas de las obras más populares del
pintor, en las que el interés por la iluminación claroscurista se distancia de
lo zurbaranesco por la búsqueda de una mayor movilidad e intensidad emotiva, al
interpretar los temas sagrados con delicada e íntima humanidad. Las varias
versiones de la Virgen con el Niño o de la llamada Virgen del Rosario (entre
ellas las del Museo de Castres, Palacio Pitti y Museo del Prado), la Adoración
de los pastores y la Sagrada Familia del pajarito, ambas del Museo del Prado,
la juvenil Magdalena penitente de la National Gallery of Ireland y Madrid,
colección Arango, o la Huida a Egipto de Detroit, pertenecen a este momento, en
el que también abordó por primera vez el tema de la Inmaculada en la llamada
Concepción Grande o Concepción de los franciscanos (Sevilla, Museo de Bellas
Artes), con la que inició la renovación de su iconografía en Sevilla según el
modelo de Ribera.
También pertenece a este momento, en el terreno ya de la pintura
profana, el Niño espulgándose o Joven mendigo del Museo del Louvre, el primer
testimonio conocido de la atención y dedicación del pintor a los motivos
populares con protagonistas infantiles, en el que se ha visto una nota de
melancólico pesimismo al mostrar al pequeño esportillero desparasitándose en
soledad, un pesimismo que abandonará por completo en las obras posteriores de
este género, dotadas de mayor vitalidad y alegría. De otro orden son la
reaparecida Vieja hilandera de Stourhead House, conocida con anterioridad solo
por una copia mediocre guardada en el Museo del Prado, y la Vieja con gallina y
cesta de huevos (Múnich, Alte Pinakothek), que pudo pertenecer a Nicolás de
Omazur, pinturas de género concebidas casi como retratos de observación directa
e inmediata aunque en ellas se acuse también la influencia de la pintura
flamenca a través de estampas de Cornelis Bloemaert. Por último, de 1650 es
también el primer retrato documentado, el de Don Juan de Saavedra (Córdoba,
colección privada).
Con su arzobispo y sus más de sesenta conventos, Sevilla era en el
siglo XVII un importante foco de cultura religiosa. En ella, la religiosidad
popular, alentada por las instituciones eclesiásticas, se manifestó en
ocasiones con vehemencia. Así ocurrió en 1615, cuando según Diego Ortiz de
Zúñiga y otros cronistas de la época, la ciudad entera se echó a la calle para
proclamar la concepción de María sin pecado original en respuesta al sermón de
un padre dominico en el que había manifestado una «opinión poco piadosa» en
relación con el misterio. En su desagravio se celebraron procesiones y fiestas
tumultuosas ese año y los siguientes a las que no faltaron negros y mulatos, y
hasta «Moros y Moras», según se decía, hubiesen participado con su propia
fiesta de habérseles permitido. La peste de 1649 hizo además que se redoblasen
algunas devociones con títulos tan significativos como las del Cristo de la
Buena Muerte o del Buen Fin, y que se fundasen o renovasen cofradías como la de
los Agonizantes, cuyo objetivo era procurar a los hermanos sufragios y digna
sepultura.
Conviene recordar, en fin, que en ese ambiente de intensa religiosidad
la clientela eclesiástica constituía solo una parte, y quizá no la mayor, de la
amplia demanda de pinturas religiosas, lo que permitiría explicar la producción
murillesca de estos años, destinada a clientes privados y no a templos o
conventos, con la repetición de motivos y la existencia de copias salidas del
taller, como ocurre con la Santa Catalina de Alejandría de medio cuerpo, cuyo
original, conocido por varias copias, se encuentra actualmente en la Fundación
Focus-Abengoa de Sevilla. Numerosos particulares tomaron a su cargo la
fundación o dotación de iglesias, conventos y capillas, pero además pinturas o
sencillas láminas de asunto religioso no podían faltar en ningún hogar, por
modesto que fuera. Un estudio estadístico hecho sobre 224 inventarios
sevillanos entre los años 1600 y 1670, con un total de 5 179 pinturas
reseñadas, arroja la cifra de 1741 cuadros de asunto religioso en poder de
particulares, es decir, algo más de un tercio del total; pocos más, 1820,
correspondían a la pintura profana de cualquier género y de las restantes 1618
no se determinaba el motivo, pero seguramente muchas de ellas serían también de
asunto religioso. Como en otros lugares de España, el porcentaje de pinturas
profanas era mayor en las colecciones de la nobleza y el clero, aumentando
proporcionalmente la pintura de motivo religioso conforme se descendía en la
escala social, hasta ser casi el único género presente en los inventarios de
los agricultores y trabajadores en general.
Inmaculada Concepción del Coro. “La Niña”
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 190 x 160 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.
Hacia 1665-1668.
Óleo sobre lienzo. 190 x 160 cm.
Sevilla, Museo de Bellas Artes.
Procedencia: Sevilla, Convento de los Capuchinos.
Está inspirada en una joven doncella, de ahí su nombre, con las manos
cruzadas sobre el corazón y la mirada en alto. A sus pies aparecen una
multitud de ángeles portando, algunos de ellos, símbolos relativos a las
Letanías, mientras en la parte superior otro grupo revolotea alegremente.
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Se expone
actualmente en el Museo Provincial de Bellas Artes de Sevilla
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Esta
Inmaculada Concepción, en origen, se encontraba en el coro bajo del templo
capuchino de Sevilla. Murillo vuelve a reproducir la iconografía derivaba de la
visión de la beata Beatriz de Silva, según la cual, María vestía túnica blanca
y manto azul, es decir los colores inmaculistas popularizados por el pintor en
esta época. Sobre una media luna plateada, su figura centra la composición,
girada ligeramente y perfilada por un manto vaporoso y flotante. Sus manos
están unidas sobre el corazón y su cabeza se gira suavemente hacia las alturas.
Una corte de ángeles revolotea a su alrededor, portando los habituales símbolos
lauretanos de la palma, las azucenas y las rosas, siendo inundada además por
una luz dorada celestial.
Niños jugando a
los dados
hacia 1665-1675, óleo sobre lienzo, 140 x 108 cm, Múnich,
Alte Pinakothek.
Las
similitudes entre estos Niños jugando a los dados y las Niñas contando dinero
resultan significativas. Ambas escenas están bañadas con una luz similar y se
desarrollan ante el mismo fondo arquitectónico. Dos de los chiquillos juegan a
los dados en posturas encontradas mientras que un tercero come una fruta y un perro le mira. Se supone que se trata de vendedores de fruta o
aguadores debido a la presencia en primer plano de una canasta con fruta y una
vasija de cerámica, jugando las escasas monedas conseguidas, realizados todos
los detalles con una impronta claramente naturalista. Los gestos de los
muchachos están perfectamente caracterizados, especialmente el que echa los
dados cuyo rostro está parcialmente iluminado por la rica y dorada luz. Una
línea diagonal une las tres cabezas de los muchachos mientras que alrededor del
centro de atención -los dados- Murillo ha creado un círculo donde se integran
gestos y actitudes. Como viene siendo habitual en las obras de la década de
1670, el pintor sevillano introduce una atmósfera vaporosa creada por las luces
cálidas y la armonía cromática de pardos, blancos, grises y ocres, obteniendo
un resultado de gran calidad y belleza protagonizado por las actitudes
desenfadadas y vitales de los muchachos. Abajo, a la izquierda, apoyada en la vieja cesta de mimbre, una cantarilla
pequeña con la boca rota. No es la primera vez que Murillo confirma la validez
y la dignidad de una pieza alfarera, aunque esté desportillada; también
en Curación del paralítico en la piscina
probática había pintado un pucherito con el labio roto. El
mensaje -incomprensible en el siglo XXI- está claro: "todavía sirve".
El
lienzo aparece documentado en 1781 en la Hofgartengalerie de Munich donde fue
adquirido a principios del siglo XVIII para la Colección Real Alemana.
Fuente:
Artehistoria
Joven mendigo o Niño
espulgándose
Es una obra
de Bartolomé
Esteban Murillo fechada en 1650. Se trata de
un óleo sobre
lienzo que mide 137 cm de alto por
115 de ancho. Se encuentra actualmente en el Museo del Louvre de París, Francia, donde se
exhibe con el título de Le Jeune Mendiant.
Fue adquirido en 1782 para las colecciones reales
de Luis XVI.
El
pintor sevillano Murillo
es conocido ante todo por su pintura
religiosa. Pero, como otros pintores
barrocos españoles (José Ribera, Velázquez),
también realizó obras realistas.
Entre ellas, sobresalen sus escenas infantiles de mendigos y
pilluelos.Se ha apuntado la posibilidad de que esta obra fuera
un encargo de mercaderes extranjeros en Sevilla, dado el
gusto flamenco por
las obras de
género que reflejan la vida cotidiana. Igualmente,
se ha indicado la posibilidad de que se pintara por influencia de los franciscanos,
para quien Murillo solía trabajar.
La primera de
estas representaciones de golfillos urbanos es este Joven mendigo despiojándose. Puede ser
un mendigo o un pícaro como
el Lazarillo de
Tormes (1554) o algunos personajes de lasNovelas Ejemplares de Cervantes (1613).
Por todo
acompañamiento, Murillo pinta un cántaro de barro y un cesto
con manzanas. En el suelo,
restos de camarones u
otros crustáceos.
Forman un bodegón por sí
mismos. Gracias a ellos, demuestra su gran capacidad para pintar
diferenciadamente materiales y texturas.
La escena está
iluminada con un fuerte claroscuro propio
de la época barroca, de influencia caravagista. La luz
proviene de la ventana que queda a la izquierda e incide plenamente en el
cuerpo sentado del chico, dejando en penumbra el resto de la estancia.
La
composición, típicamente barroca, está dominada
por ejes diagonales.
En la gama
cromática prevalecen los colores amarillentos y castaños, desde los más
claros hasta los oscuros, casi negros
Joven Mendigo (detalle)
En el ángulo inferior izquierdo, presidiendo un humilde bodegón, vemos una cántara ovoide,
panzuda, con una sola asa, hecha probablemente en algún taller de Triana o traída de los alfares
del Aljarafe, de la tierra llana de Huelva o incluso
de Lebrija, focos productores de los típicos cántaros sogelaos, muy comunes en
todo el bajo Guadalquivir: Beas, Trigueros, y Villarrasa. Este modelo que aparece en el Niño espulgándose (quizá el mismo cántaro, parte del ajuar
doméstico de la casa familiar del pintor), vuelve a ser pintado en varias
ocasiones, como puede verse a lo largo de esta Galería. Se trata de una pieza
muy similar a la que, el también sevillano Velázquez, había pintado treinta años antes en El aguador de Sevilla, estudiada por Natacha Seseña.
Tres
muchachos (Dos golfillos y un negrito)
Fecha
1670
Material
Estilo
Dimensiones
159 x 104 cm.
Museo
Dulwich
Picture Gallery. Londres
Murillo tuvo un esclavo negro llamado Juan que había
nacido en 1657. Puede tratarse del modelo empleado para esta composición,
también titulada en algunas ocasiones El pobre negro. Al igual que su compañero
Invitación al juego de pelota a pala, el maestro sevillano realiza una nueva
demostración de cómo captar las reacciones psicológicas de los niños. La escena
tiene lugar al aire libre donde dos niños están dispuestos a iniciar su
merienda cuando aparece un tercero que porta un cántaro, demandando un trozo de
la tarta que están a punto de comer. El que tiene la tarta en sus manos la
retira del campo de acción del muchacho negro mientras que el otro dirige su
mirada al espectador y sonríe abiertamente. El pequeño negro muestra un gesto
amable en su demanda. Un triángulo organiza la composición, ocupando la cabeza
del niño negro el vértice, creando un juego de luces y sombras con el que
refuerza la sensación atmosférica, de la misma manera que hizo Velázquez en Las
Meninas. Las tonalidades pardas y terrosas contrastando con claras son
habituales de esta época caracterizada por el aspecxto naturalista de las
composiciones, especialmente las populares.
Esta obra
pertenece a "Los géneros profanos" de Murillo. Existen alrededor de
25 cuadros de este género, con motivos principalmente, aunque no
exclusivamente, infantiles. Las primeras noticias que se tienen de casi todos
ellos proceden de fuera de España, lo que induce a pensar que fueron pintados
por encargo de algunos de los comerciantes flamencos asentados en Sevilla,
clientes también de pinturas religiosas como pudiera ser Nicolás de Omazur,
importante coleccionista de las obras del pintor, y con destino al mercado
nórdico, como contrapunto laico quizá de las escenas dedicadas a la infancia de
Jesús.
Niño riendo asomado a la ventana, 1675.
The National Gallery. Londres. Reino Unido.
The National Gallery. Londres. Reino Unido.
Los niños más famosos de Murillo, como el Niño espulgándose o los de Los tres muchachos (dos golfillos y un negrito), tienen un contrapunto delicioso en otros menos célebres, como este niño que se parte el eje mientras contempla vaya usted a saber qué cosa y que nosotros no vemos. Apoyado en el quicio de una ventana, que es lo que debe hacerse durante la infancia.
Con este y otros cuadros de temática libre, el de Sevilla pasa del encasillamiento eclesiástico al terreno de lo independiente, hecho inusual en la época y que convierte a Murillo en uno de nuestros genios.
Retrato de Nicolás
de Omazur,
1672, óleo sobre lienzo, 83 x 73
cm, Madrid, Museo del Prado.
La
especialidad de Murillo no era el retrato, aunque sí realizó algunos como éste
de Don Nicolás de Omazur, gran amigo del pintor, natural de Amberes, importante
comerciante de sedas y muy aficionado a la poesía, llegando a componer algunos
versos. Formaba pareja con el retrato de su esposa, Isabel de Malcampo,
actualmente perdido. Murillo sigue la tradición flamenca y holandesa de los
retratos dobles insertos en un óvalo. Don Nicolás porta en sus manos una
calavera, símbolo de la muerte y resurrección y de la vanidad de las cosas. El
pintor se ha centrado en la personalidad del modelo, iluminando el rostro para
llamar la atención sobre él. La sobriedad cromática recuerda los retratos de
Van Dyck.
Murillo encuadra este
retrato en un óvalo, fiel a la tradición retratista de la pintura holandesa y
flamenca. El personaje, en un magnífico claroscuro que realza su rostro,
convirtiéndolo en el centro expresivo de toda la pintura. Entre sus manos
sostiene una calavera, siguiendo el motivo barroco de la Vanitas, símbolo
de reflexión sobre la muerte y el más allá, lo que califica intelectualmente a
Nicolás de Omazur dotándolo de una dimensión moral y filosófica.
En la frente del
personaje, sobre su arco ciliar izquierdo, podemos distinguir una elevación de
bordes difusos, que corresponde a un quiste epidermoide, que Murillo intentó
disimular colocando al retratado en una posición de perfil.
Fuente: Xsierrav./
artehistoria
Las
bodas de Caná
hacia 1670-1675, óleo sobre lienzo, 179 x 235 cm, Birmingham,
The Barber Institute. El banquete de bodas permite a Murillo representar una
escena de vivo colorido y diversidad de vestuario, con toques orientalizantes
también en el mantel, además de un variado repertorio de objetos de bodegón,
con el gran cántaro de cerámica como eje de la composición.
Murillo pinta en
plateados tonos grises o dorados vidriados las "seis tinajas de
piedra" que enuncia San Juan (Jn
2.1-12) en su relato de las Bodas de Caná. De aquí que ni el
color a basto barro cocido, propio de los cántaros béticos, ni las formas, en
este cuadro más sofisticadas y 'orientales', coincidan con el conjunto de
piezas alfareras habituales en su pintura. También resulta curioso, si no
enigmático, que pinte un séptimo cántaro, éste más sevillano, en brazos del
personaje que abre -o cierra- la composición, a la derecha.
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Murillo
emplea este tema pare realizar una de sus obras con mayor número de personajes.
La escena se desarrolla en un interior de clara inspiración clásica. Una gran
mesa sobre la que se sientan los invitados preside la composición,
distribuyéndose a su alrededor más de 20 personas. En el centro se hallan los
novios, inundados por la luz blanca y potente que se dirige hacia los cántaros
de primer plano, verdaderos protagonistas de la escena. En la izquierda aparece
Cristo en el momento de realizar el milagro, acompañado por María. Los
sirvientes se disponen a echar agua en las vasijas mientras el maestresala
dirige su mirada a los comensales. Las figuras se disponen en planos paralelos
con lo que se aumenta la sensación de profundidad. Murillo emplea vestidos
orientales en algunos personajes, mantos, turbantes o una preciosa tela en la
mesa que contemplamos a la izquierda, lo que podría indicar, según los especialistas,
la relación de Sevilla con el mercado oriental durante el siglo XVII. El empleo
de estos vestidos, la amplitud del escenario y el gran número de figuras
empleadas traen a la memoria las escenas de Veronés. La iluminación utilizada
por el maestro configura un sensacional efecto atmosférico, diluyendo los
personajes del fondo de la misma manera que hace Velázquez. Sin embargo,
Murillo no renuncia a recoger todo tipo de detalles, especialmente en primer
plano, creando un estilo personal de gran belleza. No debemos olvidar su
interés hacia los gestos, expresiones y actitudes, demostrando su maestría en
el manejo de este asunto, maestría que también exhibe en el uso del color
Fuente:
artehistoria/ oroxerbar.
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