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Primeros encargos
En 1645 Murillo contrajo matrimonio con Beatriz Cabrera Villalobos, de
una familia de acomodados labradores de Pilas y sobrina de Tomás Villalobos,
platero de oro y familiar del Santo Oficio que la tutelará al pasar a Sevilla.
El matrimonio tuvo diez hijos, de los que únicamente cinco —la menor de quince
días— sobrevivieron a la madre, fallecida el 31 de diciembre de 1663. Sólo
uno, Gabriel (1655-1700), trasladado a las Indias en 1678, apenas cumplidos los
veinte años, y que llegó a ser Corregidor de Naturales de Ubaque (Colombia),
parece haber seguido el oficio paterno para el que, de creer a Palomino, era
sujeto de buenas prendas y «mayores esperanzas».
El mismo año de su matrimonio recibió el primer encargo importante de
su carrera: los once lienzos para el claustro chico del convento de San
Francisco de Sevilla, en los que trabajó de 1645 a 1648. Dispersos los cuadros
tras la Guerra de la Independencia, la serie narra con propósito didáctico
algunas historias pocas veces representadas de santos de la orden franciscana,
en especial seguidores de la Observancia española a la que estaba adscrito el convento.
En la elección de sus asuntos se puso el acento en la exaltación de la vida
contemplativa y la de oración, representadas en el San Francisco confortado por
un ángel, de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y La cocina de
los ángeles del Louvre; la alegría franciscana, ejemplificada en el San
Francisco Solano y el toro (Patrimonio Nacional, Real Alcázar de Sevilla), y el
amor al prójimo, reflejado específicamente en el San Diego de Alcalá dando de
comer a los pobres (Real Academia de San Fernando). Con un fuerte acento
naturalista, en la tradición del tenebrismo zurbaranesco, recogió en este
último lienzo un completo repertorio de tipos populares retratados con apacible
dignidad, cuidadosamente ordenados en una sencilla composición de planos
paralelos recortados sobre un fondo negro. En el centro, en torno al caldero,
destaca un grupo de niños mendigos en el que es posible apreciar ya el interés
por los temas infantiles que el pintor nunca abandonará.
Si la serie, en su conjunto, puede explicarse dentro de la tradición
monástica iniciada por Pacheco, el naturalismo de algunas de sus piezas y el
interés por el claroscuro muestran una afinidad con la obra de Zurbarán que
podría considerarse ya arcaica, si se toma en consideración que Velázquez y
Alonso Cano, de la misma generación que el maestro extremeño, hacía años que
habían abandonado el tenebrismo. La atracción por el claroscuro, sin embargo,
aún se va a ver acentuada en alguna obra posterior, aunque siempre dentro de su
producción temprana, como puede ser la Última Cena de la iglesia de Santa María
la Blanca, fechada en 1650. Pero junto a ese gusto por la iluminación intensa y
contrastada, en algunos lienzos de la misma serie franciscana se aprecian
novedades que, distanciándolo de Zurbarán, permitirían explicar la buena
acogida que tuvo el encargo, aunque fuese modestamente pagado: así la difusa
iluminación celestial que envuelve al cortejo de santas que acompañan a la
Virgen en el lienzo apaisado que representa La muerte de Santa Clara (Dresde,
Gemäldegalerie, fechado en 1646), donde además en las figuras de las santas se
manifiesta ya el sentido de la belleza con que Murillo acostumbrará a retratar
a los personajes femeninos, o el dinamismo de las figuras que pueblan la Cocina
de los ángeles, donde se representa al lego fray Francisco de Alcalá en
levitación y a los ángeles afanados en sus tareas en la cocina. No obstante, y
junto a estos aciertos, se advierte también en el conjunto de la serie cierta
torpeza en la forma de resolver los problemas de perspectiva y es patente la
utilización de estampas flamencas como fuente de inspiración. A ellas se debe
en buena parte el dinamismo de las figuras angélicas, tomadas principalmente de
la serie de los Angelorum Icones de Crispin van de Passe. Otras fuentes
empleadas, como Rinaldo y Armida, grabado de Pieter de Jode II sobre una
composición de Anton van Dyck solo dos años anterior al encargo de la serie
franciscana, demuestran que Murillo podía estar muy al tanto de las últimas
novedades en pintura.
Inmaculada Concepción de El
Escorial,
Realizada hacia 1660-1665, óleo
sobre lienzo, 206 x 144 cm, Madrid, Museo del Prado.
Cuando
Pacheco dictó las normas iconográficas que habían de regir la pintura sevillana
consideró que la Virgen "hace de pintar (...) en la flor de la edad, de
doce o trece años, hermosísima niña". Murillo siguió las normas del suegro
de Velázquez en esta escena, una de las más atractivas de su producción. El
rostro adolescente destaca por su belleza y los grandes ojos que dirigen su
mirada hacia arriba. La figura muestra una línea ondulante que se remarca con
las manos juntas a la altura del pecho pero desplazadas hacia su izquierda. Los
querubines que conforman su peana portan los atributos marianos: las azucenas
como símbolo de pureza, las rosas de amor, la rama de olivo como símbolo de paz
y la palma representando el martirio. Los ángeles aportan mayor dinamismo a la
composición, creando una serie de diagonales paralelas con el manto de la
Virgen. La sensación atmosférica que Murillo consigue y la rápida pincelada
indican la ejecución entre 1660-65, pero debemos indicar que gracias al dibujo
la figura no pierde monumentalidad, definiendo claramente los contornos. El
colorido vaporoso está tomado de Herrera el Mozo, quien acercó los
conocimientos de la pintura flamenca -con Van Dyck y Rubens- y la escuela
veneciana a Murillo.Debe su nombre a haber estado registrada en la Casita del
Príncipe de El Escorial en 1788, entre los cuadros del príncipe Carlos IV,
desde donde pasó a Aranjuez y de allí al Prado en 1819. Durante mucho tiempo se
la denominó Inmaculada de la Granja por considerar que procedía de aquel palacio.
La
Inmaculada Concepción de El Escorial
pertenece a una época en la que, luego de haber terminado una serie de más de
veinte cuadros para el convento hispalense de los Capuchinos, Murillo acomete
los encargos solicitados para el hospital sevillano de la Santa Hermandad de la
Caridad, en lo que constituye uno de sus más grandiosos ciclos pictóricos. El
tema de la Inmaculada Concepción fue uno de los grandes aciertos de Murillo
como pintor religioso, encontrando así un tipo ideal para representar a la Virgen
dentro de un tema que venía siendo arduamente defendido por los artistas
españoles del siglo XVI y que cobraría especial intensidad en la época barroca,
sobre todo tras la bula pontificia de 1661. En este lienzo, la Virgen aparece
compuesta por un ritmo casi coreográfico que anticipa un tanto el arte rococó
del siglo XVIII. La paradisíaca belleza del rostro de la Virgen, un tanto
aniñada, confirma el peculiar naturalismo del que hacía gala el artista y que
supuso una revolución en el gusto de la iconografía religiosa. Si observamos a
los ángeles que rodean a la Inmaculada, vemos como no son simples cabezotas de
niños con alitas, como solían ser los pintados por Zurbarán o incluso por
Velázquez. Al contrario, las figuras infantiles están repletas de humanidad y
es donde el pintor ha dejado algunos de sus rasgos más geniales de dibujante y
de sobrado maestro del color. Comparado este lienzo con otras representaciones
marianas anteriores, apreciamos la evolución de la pintura de Murillo desde las
formas sencillas, tranquilas y de apretada factura, hasta la presente, en donde
aumenta el número de ángeles y se complica un tanto el movimiento de telas y
nubes. Otro aspecto destacadísimo de este bello cuadro es que las formas
aparecen sumamente vaporosas, anticipación también de las blanduras propias del
arte dieciochesco. Se advierte el uso del color acaramelado como símbolo de
gloria, muy típico de la Escuela Sevillana de Pintura. El manto azul de la
Virgen, poderosamente sombreado, sirve para proteger el cromatismo del vestido
frente a un fondo de arriesgada concordancia colorística. El expresivo y
mundano rostro de la Virgen, en absoluto tomado de modelos clásicos, favorece
la difusión popular de la obra al ser un reflejo de las clases más sencillas.
La mirada, como en muchas otras representaciones de Murillo, presenta un
delicioso arrebato místico de encuentro con una intuida divinidad superior. El
cuadro recibe su denominación por haber pasado algún tiempo en la Casita del
Real Sitio de El Escorial ("la Casita del Principe".
Inmaculada Concepción de los
Venerables o Inmaculada
Soult,
La conocida como Inmaculada «de Soult» es un cuadro del pintor español Bartolomé
Esteban Murillo, pintado hacia 1678. Se conserva en
el Museo del Prado de Madrid, donde destaca
como una de las obras más importantes de la última etapa del maestro.
Autor
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Bartolomé Esteban Murillo,
hacia 1678
|
Técnica
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Estilo
|
Barroco
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Tamaño
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274 cm × 190 cm
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Localización
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Murillo, Autor de numerosas Inmaculadas, esta es
posiblemente la última que pintara siguiendo la misma fórmula ideal que venía
empleando desde sus primeras aproximaciones al tema, con la Virgen vestida de
blanco y manto azul, con las manos cruzadas sobre el pecho, pisando la Luna y la mirada
dirigida al cielo; la composición, como en este caso, suele presentar un claro
impulso ascensional, muy barroco, que coloca a la figura de la Virgen María en
el espacio empíreo habitado de luz, nubes y ángeles, aunando dos
tradiciones iconográficas: la de la
Inmaculada propiamente dicha y la de la Asunción. Es llamativa en esta
Inmaculada como en otras del pintor la desaparición de los tradicionales
símbolos de las Letanías
lauretanas, oración mariana que se asocia muy
frecuentemente con la iconografía inmaculista. En lugar de ellos, Murillo idea
en torno a María una gran gloria de ángeles, pintados en las más variadas
actitudes con una pincelada muy deshecha, que logra fundir las figuras con la
atmósfera celestial. Los rostros de la Inmaculada y de los ángeles son muy
realistas y tienen bastantes detalles.
La pintura fue encargada según Ceán
Bermúdez por Justino de Neve para
el Hospital
de los Venerables de Sevilla (1686); se la conoce
también por ello como Inmaculada de los Venerables.
Durante la Guerra
de la Independencia fue expoliada y llevada a Francia por el mariscal Soult en 1813 hasta 1852; de este hecho
proviene su otro sobrenombre. Como dato curioso, Soult dejó en los Venerables
el marco original de la obra, que se conserva allí y ha sido restaurado hace
pocos años.
La pintura fue adquirida por el Museo del Louvre en
1852, por la formidable cifra de 615 000 francos; lo que la convertía
presumiblemente en la más cara del mundo hasta entonces. Se expuso casi durante
un siglo en el Museo del
Louvre, periodo en el cual el arte de Murillo perdió
estimación. Ello ayuda a explicar que el Régimen de
Vichy accediese a entregarla a Franco dentro
de un intercambio de obras de arte en 1941, junto con la Dama de Elche y
varias piezas del Tesoro de
Guarrazar. El cuadro de Murillo ingresó en el Prado,
mientras que las restantes piezas pasaron al Museo
Arqueológico Nacional (la Dama, como depósito del
Prado en 1971). La Inmaculada Soult pasó por el taller del Museo del Prado en
1981, para la preparación de una exposición dedicada a este artista, siendo
director Federico Sopeña.
El entonces restaurador del Prado Antonio Fernández Sevilla, se ocupó de su
tratamiento superficial. Durante 2009 la obra de Murillo fue sometida a
un complejo proceso de restauración en los talleres del museo.
El artista obtuvo renombre gracias a su dominio del claroscuro en
la tradición sevillana así como la delicadeza manejada en sus rostros, motivo
que le hicieron acreedor de muchos encargos de carácter devocional.
Juan Sainz, comenta : "Por ello no
sorprende que a mediados del siglo XIX esta obra fuese considerada como una de
las más importantes creaciones de la historia del arte, ni tampoco que a la
muerte del mariscal Soult se vendiese en París en pública subasta en 1852
alcanzando un remate de 615 300 francos oro, cifra que pagó el Musée du Louvre
y que era en aquellos momentos la cantidad más elevada jamás pagada por una
pintura."
INMACULADA DE LA SALA CAPITULAR DE LA CATEDRAL DE SEVILLA
De
las muchas Inmaculadas pintadas por Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682),
quizás una de las más bellas y menos conocidas sea la que preside la Sala
Capitular de la Catedral de Sevilla. Pintada sobre tabla, está situada a la
altura de los óculos que dan luz a la elíptica Sala Capitular, una de las
estancias más originales dentro del conjunto catedralicio. Fue la primera
pintura encargada a Murillo por el Cabildo Catedral en 1662, junto con los
tondos con figuras de Santos relacionados con la historia de Sevilla.
Esta
obra de Murillo es admirable por la delicadeza de sus facciones y la belleza de
su figura. La anatomía de la Virgen, recogida y concentrada, aparece envuelta
por un fondo de nubes de variadas tonalidades, entre las que se mueven
jubilosos grupos de ángeles que portan símbolos de las letanías lauretanas. La
mirada baja de la Virgen y sus manos juntas parecen como querer acunar la
plenitud de gracia que lleva dentro desde su inmaculada concepción.
Existe en esta pintura un sentido de profundidad espacial, obtenido por
la gradación de tonos luminosos, que crean un marcado efecto de vaporosidad
ambiental. Este efecto contribuye a reforzar el sentido de ingravidez que
poseen las figuras de la Virgen y de los ángeles (Juan Miguel Serrera). Esta
obra del gran pintor sevillano abrió paso a otras que se encuentran en la
Catedral de Sevilla.
Las
innumerables Inmaculadas pintadas por Murillo tienen todas ellas algunos datos
estéticos y descriptivos en común. Pero ésta de la Sala Capitular de la
Catedral de Sevilla es especialmente significativa en su descripción única. El
hecho de estar colocada a una gran altura hace que no se aprecie generalmente
en todo su valor por el numeroso público que pasa por aquella sala. Se puede
afirmar que esta obra de Murillo es una de las más importantes en la
iconografía de la Inmaculada. Aunque quizás sea esa misma altura en que está
colocada lo que aumente su atractivo de alada ingravidez.
Entre
todos los tondos que pintó Murillo para esta Sala Capitular, quizás sea la imagen
de Santa Justa la que muestre unos datos descriptivos más cercanos del aspecto
de una mujer sevillana. Este naturalismo también se manifiesta en cierto modo
en todas las ocho figuras del conjunto de estas pinturas de Murillo, que
realizó en 1668.
Inmaculada con el Padre Eterno
Inmaculada
del Padre Eterno (1668-69)
|
Óleo sobre lienzo - 283 x 188 cm.
Origen: Convento de Capuchinos (Sevilla) |
El origen de la obra, se debe al encargo de una
serie de cuadros encomendados a Bartolomé Esteban Murillo entre los años 1665 a
1669, por la comunidad frailes capuchinos de Sevilla. Este convento se fundó en
1627 cuando los capuchinos fueron autorizados para tener casa en Sevilla.
Eligieron una vieja ermita extramuros en la zona norte, frente a la puerta de
Córdoba, que estaba bajo la advocación de las Santa Vírgenes Justa y Rufina.
Esta pintura de formato rectangular actualmente, aunque acaba en medio punto,
posee una composición en diagonal, propia del estilo más profundo del barroco.
Se representa a la Inmaculada ascendente y en la zona superior de la obra
aparece el Padre Eterno con sus brazos extendidos en actitud acogedora. A los
pies, el globo terráqueo y el dragón. Intenso resplandor de tonos áureos
enmarca la figura de María, en torno a la cual se mueve una gloria de pequeños
ángeles. La escena que representa este lienzo es el momento en que la Virgen
María es eximida del pecado original por Dios Padre, que desde que lo
cometieron nuestros primeros padres, aprisiona a la humanidad que es lo que
simboliza en la parte inferior del cuadro un dragón que representa al demonio
que abraza el globo terráqueo. Iconográficamente La Inmaculada del Padre Eterno es
singular con respecto a las demás representaciones de la Concepción de María de
este maestro, denominado el pintor de las Inmaculadas. Una de las
características propias de Murillo que se aprecia en esta obra, es que en torno
a la cabeza de la Purísima aparece una especia de aureola de un intenso color
dorado que sirve para intensificar y realzar el rostro de la imagen al igual
que lo hiciera en la Concepción Grande o Colosal de 1650 y la realizada en 1667
de la Sala Capitular de la Catedral de Sevilla. Estéticamente Murillo supo
introducir en su pintura un sentido realista en sus figuras y a su vez supo
transmitir una espiritualidad trascendental en sus obras como se demuestra en
este cuadro. Además fue un excelente dibujante y un habilidoso colorista, técnica
que fue dominando a través de su evolución estilística. Este cuadro presenta
dos notables novedades, dentro de las numerosas Inmaculadas de Murillo, que son
la presencia en la zona superior de Dios Padre y en la parte inferior el globo
terráqueo con el Dragón. Esta obra responde como pocas al deseo de la Reforma
Católica de despertar el amor fervoroso del creyente con la contemplación de
escenas más o menos humanas, sentimentales y tiernas de la vida de Cristo,
María y los santos
Inmaculada Concepción conocida como La
Colosal.
Altura = 436 cm; Anchura = 297 cm
|
Nos presenta la
figura monumental de la Inmaculada con túnica blanca y manto azul, las manos
juntas, arrodillada su pierna izquierda sobre una nube y extendida y apoyada
la derecha sobre la luna. Sobre un fondo de luz se despliegan en movimiento
el manto y el cabello de la Virgen que vuelve sus brazos y torso hacia la
izquierda, y con el rostro un poco inclinado y girado hacia la derecha, mira
hacia abajo donde se encuentran los fieles que la contemplan. La acompañan
cuatro angelillos a diferencia de sus otras Inmaculadas en las que aparecen
en mayor número.
La escena se representa llena de movimiento y monumentalidad. |
La Inmaculada Concepción de Bartolomé
Esteban Murillo conocida como "La Colosal" es una
pintura al óleo sobre lienzo, de 436 x 297 cms, realizada por este artista
sevillano hacia el año 1650.
Procedente del antiguo Convento de San Francisco de Sevilla, es ésta una obra
temprana de su autor en la que crea un nuevo prototipo de figura mariana
-aunque con influencias de maestros como Zurbarán, Roelas
o Ribera- luego ampliamente repetido.
Entre los elementos que destacan en su temática sobre la Inmaculada, y
presentes en esta obra, hay que citar su acusado dinamismo, los ampulosos
ropajes de amplios vuelos con que recubre la figura de María, el grupo de
ángeles que le acompaña revoloteando a los pies, y el predominio de los colores
blanco y azul.
Esta bella obra se expone en el Museo de
Bellas Artes de Sevilla, sustituyendo al cuadro central del retablo mayor de la iglesia del
convento de Capuchinos de esta
misma ciudad, lugar de donde procede un importante grupo de pinturas de Murillo que se
guarda en ese museo.
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