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Temas de la Pasión
En la pintura de Murillo las escenas de martirio, aunque no falten
–Martirio de san Andrés, Museo del Prado– son muy raras. Mucho más frecuentes
son las imágenes devocionales y piadosas que le permiten incidir en los
aspectos emotivos del asunto representado una vez despojado de todo contexto
narrativo, del mismo modo que abordará los temas de la Pasión de Cristo.
El Ecce homo en figura aislada y formado pareja con la Dolorosa,
conforme al modelo de Tiziano, es de los temas de la Pasión la imagen que más se
repite, ya sea de busto (Museo del Prado), de medio cuerpo (Nueva York,
Hecksecher Museum, h. 1660-70; El Paso (Texas), El Paso Museum of Art, h.
1675-82) o en figura completa y sentado (Madrid, colección particular), como
pudiera ser el que formase pareja con la Dolorosa del Museo de Bellas Artes de
Sevilla. Otra iconografía que se repite es la del Cristo tras la flagelación
(Boston, Museum of Fine Arts, h. 1665-1670, y Universidad de Illinois en
Urbana-Champaign), asunto no evangélico pero ampliamente tratado por los
oradores sagrados, que gustarán de proponer al cristiano, por su fuerza
expresiva, la contemplación del redentor desvalido y magullado, recogiendo
pudorosamente las vestiduras que han quedado esparcidas por la sala como
ejemplo de humildad y de mansedumbre.
Relacionado con este, el tema del Cristo a la columna con san Pedro en
lágrimas, que invita a meditar sobre la necesidad del arrepentimiento y el
sacramento del perdón, tiene en la producción de Murillo un ejemplo notable por
el cliente para el que se pintó, el canónigo Justino de Neve, y por el rico y
raro material empleado como soporte: una lámina de obsidiana procedente de
México. La pequeña pieza se mencionaba en el inventario de los bienes de Neve
hecho a su muerte formando pareja con una Oración en el huerto pintada sobre el
mismo material y ambas fueron adquiridas en su almoneda por el cirujano Juan
Salvador Navarro, de cuya propiedad pasaron a la de Nicolás de Omazur (Louvre).
En las imágenes de Cristo en la cruz los modelos seguidos son grabados
flamencos y no las instrucciones iconográficas de Francisco Pacheco. Cristo se
representa generalmente ya muerto, con la señal de la lanzada en el costado y
sujeto al madero por tres clavos. Son por lo común piezas de pequeño tamaño y
alguna vez pintadas sobre pequeñas cruces de madera como destinadas a la
devoción privada y, del mismo modo que había hecho Martínez Montañés en el
Cristo de los cálices, imagen de mucha devoción en Sevilla, atenuadas las
huellas del martirio para no entorpecer con el abuso de la sangre la
contemplación de la bella figura de Cristo
Adoración de los pastores
Hacia 1650. Óleo sobre lienzo, 187 x
228 cm.
Museo del Prado
Murillo, como muchos otros pintores españoles del siglo XVII, fue muy
sensible a la influencia de Ribera, cuyas obras, aunque realizadas en Nápoles,
abundaban en las colecciones españolas. Ésta es una de sus pinturas en las que
se advierte más claramente este influjo, que se manifiesta tanto en el esquema
general de la composición como en la iluminación esencialmente claroscurista o
en el gusto por los tipos humanos de raíz popular. Sin embargo, no faltan
características propiamente murillescas, como la suavidad general del modelado
o varios tipos con los que nos volvemos a topar en otras obras del artista,
como la Virgen que atiende al Niño o la anciana que le ofrece una cesta de
huevos. Fue adquirido por el rey Carlos III en 1764 al comerciante irlandés Florencio
Kelly, en un momento de pleno auge del aprecio por Murillo en España y Europa .
Adoración de los pastores es la denominación
convencional de un episodio evangélico y un tema muy frecuente en el arte
cristiano. Como parte del ciclo de la Natividad, se sitúa inmediatamente
después del nacimiento de Jesús y de la anunciación a los pastores. Tras
recibir el mensaje angélico de que el Mesías ha nacido, los pastores acuden a
su lugar de nacimiento, típicamente descrito como un pesebre, cobertizo o portal
de Belén. Se basa en el relato del Evangelio de Lucas, que no aparece en ningún
otro de los canónicos. La escena se presenta muy a menudo en contraposición con
la de la adoración de los Reyes Magos.
(Texto extractado de Portús, J.: )
La
Última Cena
Murillo –
1650
Óleo sobre lienzo
Iglesia de Santa María la Blanca - Sevilla
Se trata de un
óleo de formato vertical, acabado en su parte superior en medio punto. Es una
obra tenebrista ejecutada con un gran dominio en el manejo de las luces y las
sombras. El centro del lienzo acapara el protagonismo del cuadro, al estar
ejecutado con minucioso detallismo, (mientras que el resto está abocetado), y
ser el punto donde convergen todas las miradas, siendo desde esta zona del
cuadro de donde emana toda la luz de la obra. De esta manera, Murillo concentra
toda a la atención del espectador en el rostro iluminado de Jesús. Las
pinceladas varían desde finas y largas (arrastrando el pincel en las zonas
oscuras), hasta pequeñas y cortas, con mucho movimiento y empaste en los
rostros y en la mesa. El tratamiento de los ropajes es comparable al empleado
por artistas como Juan del Castillo, artista que influenció en el estilo de
Murillo. No obstante, podemos apreciar en la blusa verde del Apóstol que está a
la izquierda de Jesucristo, cómo las pinceladas son más espontáneas y rápidas,
apartándose de la terminación plana de Juan del Castillo. En las manos, rostros
y pan podemos apreciar la influencia de Zurbarán. La zona en penumbra de la
obra llama la atención por la limpieza y transparencia con la que están
realizados los oscuros. Este estudio de luces y sombras es una evidencia
notoria de que en el principio de la carrera del artista prestó atención a las
directrices artísticas que derivaban de la pintura barroca italiana, esto es,
el realismo, la espontaneidad popular y el manejo de la luz de la pintura de
Caravaggio.
Como describe
Diego Angulo, la interpretación del misterio de la Última Cena del Señor tiene
en España un contenido eminentemente eucarístico, que ha desplazado la
descripción cuatrocentista que culmina en Leonardo, donde predomina el ambiente
de la traición de Judas: "Pintada para una cofradía sacramental y no para
un refectorio… era aún más natural que la Cena de Murillo fuese esencialmente
eucarística y que interpretase el momento mismo de la consagración".
Por esta razón
sacralizadora, Murillo prescinde de muchas cosas que aparecen sobre la mesa
(por ejemplo, en Pablo de Céspedes y en Alonso Vázquez) y convierte la mesa en
un altar, cubierto de un mantel blanco, en el que aparecen sólo las especies
sacramentales. “Como en tantas veces en nuestro arte del siglo XVII, realidad y
divinidad coinciden hasta fundirse en uno” (Diego Angulo).
Bartolomé
Esteban Murillo (1618- 1682), a la altura de 1660, se siente atraído por el
tenebrismo más absoluto, que habían empleado en Sevilla Velázquez y Alonso Cano
durante los años de su juventud. Así se pone de manifiesto la genialidad de
Murillo, que encuentra en este medio pictórico el más adecuado para la
descripción del misterio. Se trataba, nada menos, que de describir con medios
materiales un tema inefable, la Eucaristía, que resalta en medio de la
oscuridad en el rostro iluminado de Jesús y en la blancura impecable del mantel
que cubre la mesa. Todo lo demás queda misteriosamente oscuro, para que
resplandezca sólo la inefabilidad de la Eucaristía.
Esta
adaptación del medio al tema de la obra, pone de manifiesto la maestría de
Murillo: en cada momento tiene la capacidad de adaptarse a lo que describe en
sus obras. La luminosidad de sus Inmaculadas, por ejemplo, es el acierto de dar
con los tonos propios del tema que recrea en sus obras.
FUENTE;Fernando Gª Gutiérrez,
S.J.
Delegado diocesano de
Patrimonio Cultura
Santa Catalina
1650
Fundación
Focus-Abengoa. Hospital de los Venerables Sevilla
Esta
obra de Murillo es consecuencia evidente de la obra sevillana del joven
Velázquez, y del ambiente naturalista imperante en la ciudad. Además, supone el
cierre del discurso en torno al retrato a lo divino que se
inicia con la santa Inés y santa Catalina de Pacheco. El lienzo fue robado
durante la invasión napoleónica por el Mariscal Soult de la iglesia sevillana
de Santa Catalina y llevado a Francia. Tal era su fama e importancia que la
obra fue copiada por Delacroix en un lienzo que se conserva en el Museo de
Béziers.
En
su libro Viaje
de España, el tratadista de arte, Antonio Ponz, se refiere a ella
en los siguientes términos: “Y por de Murillo es tenida la Santa titular de
medio cuerpo en un cuadro de los de esta parroquia”. Por su parte, el cronista
González de León, al hablar de la pintura eclesiástica de 1844, se refiere a
las pinturas del convento de Santa Catalina, de las que concreta: “Varios
cuadros de mérito hubo en este templo, que no ha mucho los ha perdido el
descuido o la codicia; una Santa Catalina de medio cuerpo de Murillo”. La obra,
rescatada ahora por la Fundación Focus, viene a reencontrarse con los
referentes que alumbraron un momento esplendoroso en la historia de la capital
hispalense.
SAN FRANCISCO SOLANO Y EL TORO
Fecha 1645
Ubicación actual: Reales Alcázares de Sevilla
Bartolomé Esteban Murillo se inspiró en uno de estos
milagros, hasta el punto de plasmarlo en una de sus obras de juventud. El
cuadro de Murillo, titulado «San Francisco Solano y el toro», tiene unas
dimensiones de 1,57x 2,25 metros y forma parte del Patrimonio Nacional en el
Alcázar de Sevilla. El párroco de San Sebastián de Montilla, Antonio Ramírez
Climent, obtuvo sus referencias en Internet, a través de una exposición
organizada por Caja San Fernando y de Jerez, de mayo a junio de 1995, con
motivo del IV Centenario de la construcción de la Real Audiencia de Sevilla.
En el catálogo virtual que se realizó de las 70 obras
expuestas, la reseña acerca del cuadro cita que «tal vez fue depositado en el
Alcázar por los franceses en 1810, aunque no figura en el inventario que
publicó Gómez Imaz». También refiere que su procedencia original podría haber
sido el convento franciscano de San Lorenzo, donde profesó el patrono de
Montilla. Además de precisar que su ejecución «debió hacerse» basándose en el
libro de Diego de Córdoba «La vida, virtudes y milagros del apóstol del Perú,
venerable padre fray Francisco Solano (Madrid, 1643)», añadía la referencia que
de la obra «existe un dibujo preparatorio en el Museo de Boston».
SAN ANTONIO
DE PADUA CON EL NIÑO
Fecha 1668-69
Oleo sobre lienzo
283 cm por 188 cm.
Museo de Bellas Artes de Sevilla.
San Antonio de Padua se halla en el centro del lienzo y aparece de cuerpo entero y
arrodillado e inclinado suavemente hacia delante para abrazar con su brazo izquierdo
al Niño Jesús, que está sentado sobre un
libro, aunque al mismo tiempo acepta el abrazo del santo y con su mano derecha
le muestra el Cielo.
Tres son los atributos principales con los que la iconografía
representa a san Antonio de Padua: un lirio blanco, un libro y el niño Jesús en
sus brazos.
El lirio blanco simboliza su pureza virginal. En sus tiernos años,
ante el altar de la Virgen, se consagró a Dios y mantuvo durante toda su vida
dicha pureza.
La Sagrada Escritura es el
fundamento de los sermones del paduano. A este saber escrituario se une su
saber teológico, su ciencia, que quedan simbolizados en el libro con el que se
le representa. Dicho saber llevó en 1946 al papa Pío XII a proclamarlo Doctor evangélico
de la Iglesia.
El tercero de los atributos es el
más significativo, pues pocos santos hay en la Iglesia a los que se les
represente con el niño Jesús en los brazos. La idea tiene su origen en el Liber miracolorum
(c. 1367), integrado en la Crónica de los XXIV Generales. Este libro (22, 1-8)
incluye dentro de los milagros realizados por san Antonio tanto en vida como
después de su muerte la visión del niño Jesús por parte del santo.
Este es el relato correspondiente a los biógrafos italianos. En
mayo de 1231, después de haber predicado su última Cuaresma en Padua –moría el
13 de junio de dicho año- se traslada a Verona y de aquí al castillo de
Camposampiero del conde Tisso, donde moraba una comunidad de religiosos
franciscanos. En el bosque que circundaba el castillo, al lado de un gigantesco
nogal, el santo se hizo construir una pequeña cabaña, donde moraba la mayor
parte del día y la noche dedicado a la meditación y a la oración. Aquí fue
donde tuvo lugar la visión del niño Jesús. El conde Tisso, que visitaba y
espiaba con frecuencia a su célebre huésped, presenció cómo el santo tenía
delante, entre sus brazos, al niño Jesús. Este fue quien le advirtió que
el conde lo había presenciado. El santo prohibió al conde que lo divulgara
hasta que él hubiera muerto.
Las fuentes francesas sitúan la visión en la provincia de Limousin
en el castillo de Chateauneuf-la-Forêt, entre Limoges y Eymoutiers. Lo cierto
es que con la documentación actual no se puede aclarar el lugar donde tuvo
lugar la visión.
Conocido este relato, a finales del siglo XV comenzó a
representarse a san Antonio con el niño Jesús en los brazos, como aparece en la
mayoría de las esculturas que se pueden contemplar en iglesias y museos. Esta
es la representación pictórica que realizó Murillo:
ANGEL DE LA GUARDA.
Catedral de Sevilla
Materiales:
Lienzo (Material)
Pigmento al aceite
Óleo
Pintura al óleo (Técnica)
1,70 x 1,13 m. (con marco: 1,97 x 1,39 m.)
Realizada hacia 1665-1666 para el Convento de los
Capuchinos de nuestra ciudad, la pintura del Ángel de la guarda de Bartolomé Esteban Murillo se
hallaba a un lado del presbiterio, haciendo pareja con el San Miguel Arcángel que se encuentra hoy en
Viena. En 1814 la comunidad de los Capuchinos lo regaló al Cabildo de la
Catedral en agradecimiento por haber custodiado sus murillos antes de
trasladarlos a Gibraltar para evitar ser expoliados por los franceses. Parece
evidente que Murillo pudo basarse en una estampa del italiano Simone Cantarini,
discípulo de Guido Reni.
El cuadro representa al ángel de la guarda, de juvenil
aspecto y serena expresión, que lleva de la mano a un niño pequeño, símbolo del
alma humana, mientras que con la otra mano le señala la luz que viene del
cielo, la cual contrasta con la oscuridad del fondo de la pintura. El ángel
viste una túnica de tonos dorados y un mantolín de color rojo oscuro, mientras
que el niño lleva una túnica blanca.
Descubrimos en la composición de esta obra una
diagonal que va desde la zona superior izquierda, de donde viene la luz, hasta
la parte inferior del cuerpo del niño. Como señala Ignacio Cano Rivero, coordinador de la citada exposición, esta
diagonal se ve reforzada por la comunicación de las miradas entre el ángel y el
niño.
Una guía en el camino de la vida
Murillo logra representar la actitud protectora y
acogedora del ángel por medio de la ternura con que éste mira al niño y lo coge
de la mano, así como por su ala izquierda que, al aparecer abierta y extendida
hacia el pequeño, parece crear como un escudo que lo protege y ampara, a la vez
que sirve para equilibrar la composición. El niño por su parte, lleno de
inocencia e ingenuidad, reforzadas ambas actitudes por su vestidura blanca,
representa el alma que está comenzando el camino de la vida, en la que va a
necesitar esta protección para poder llegar al cielo.
El profesor Enrique
Valdivieso subraya que ésta es una de las obras en las que Murillo
muestra con mayor plenitud el concepto de belleza amable y serena que supo
crear para configurar a sus personajes celestiales y que tanto éxito le hizo
tener ante el pueblo por la comunicación que se establece entre las figuras y
el fiel que las contempla.
Ante esta hermosa pintura evocamos la cita del libro
del Éxodo (23, 20-23): “Voy a enviarte un ángel por delante, para que te cuide
en el camino y te lleve al lugar que te he preparado”, así como las palabras
del Papa Francisco acerca del ángel de la guarda: “la docilidad a este compañero
de camino nos hace como niños: no soberbios, nos hace humildes, nos hace
pequeños. Esta es la docilidad que nos hace grandes y nos lleva al cielo”.
Fuente:Antonio Rodríguez Babío (Delegado
diocesano de Patrimonio Cultural).
Descripción
La pintura, de formato vertical, ofrece una dulce
representación del Ángel de la Guarda guiando a un niño. El ángel muestra una
fisonomía bellísima, destacando su juvenil aspecto y la serena expresión
templada de su rostro, que demuestra la seguridad que posee en el camino que
está emprendiendo. Viste una túnica de tonos casi dorados, de gran calidez
cromática, así como un estrecho mantolín de intenso color rojo oscuro, que
contrasta bellamente con la vestimenta anteriormente descrita. Ambos ropajes se
agitan por la acción del viento y dan una hermosa sensación de vaporosidad y
ligereza, como también ocurre en la blanca túnica del niño. El rojo mantolín se
despliega entre las alas del ángel, que adelanta la pierna derecha y señala con
su brazo diestro hacia un rayo de luz que se abre en el extremo superior
izquierdo de la composición. El niño mira igualmente hacia esa dirección, con
ingenua mirada que se sobrecoge ante la realidad que se le presenta ante sus
ojos, aunque muestra su confianza en el ángel. Se percibe claramente como queda
descrita una diagonal desde el brazo enhiesto del mensajero celestial hasta la
figura del pequeño, zona que aparece iluminada cálidamente, mientras que el
camino por donde pasan permanece sumido en la penumbra. Tanto el dibujo, como
el sencillo esquema de la composición o el acertado cromatismo, denotan un
magistral ejercicio del arte pictórico por el autor de la obra.
Datos históricos
Dentro del amplio grupo de pinturas que se conserva en
la Catedral de Sevilla pertenecientes a los pinceles de Bartolomé Esteban
Murillo goza de gran popularidad la representación del Ángel de la guarda que
se conserva en un altar propio de la misma. Sin embargo, esta hermosa pintura
no fue realizada primigeniamente para la Seo hispalense, sino que fue un regalo
del Convento de los Capuchinos al Cabildo Catedral por haber custodiado su
tesoro en 1810, antes de ser trasladado a Gibraltar para evitar ser sustraído
por los franceses. Se encuentra en un arcosolio gótico que se destinó en 1478 a
Altar de la Pasión Grande, estando luego bajo la advocación de la Candelaria y
San José. La donación se efectuó en 1814, siendo colocado en su actual
emplazamiento cuatro años más tarde. En el convento de los Capuchinos Murillo
desarrolló un amplio conjunto pictórico en el que se encontraría esta obra, que
según antiguos testimonios, se encontraba sobre una de las puertas que comunica
el testero de la iglesia con el interior del edificio conventual. En esta
versión del Ángel de la guarda Murillo ejemplifica a la perfección las
características que conceptualizan su estética. Podemos apreciar claramente ese
sentido de la belleza dulce y de serena compostura con la que otorgó a sus
personajes divinos y que favoreció la intensa comunicación con los espectadores
de sus obras, quienes se encontrarían íntimamente ligados a estas creaciones
hacia las que manifestaban sus sentimientos pietistas. Sin duda en esta obra
puede verse la plasmación de lo que la mentalidad popular creía de forma
sincera y firme: un personaje celestial de gran nobleza y delicada humanidad,
que conduce de forma segura e inequívoca al alma hacia el camino recto y justo
que lleva hacia la salvación, alejándolo de la oscuridad e iluminándolo con su
aura. Los valores cromáticos de esta excepcional obra son ciertamente hermosos.
Los tonos dorados de la túnica angélica destacan poderosamente sobre el
tenebroso fondo, iluminando a los personajes desde el rayo celestial que se
abre en el extremo superior izquierdo y conjuntando de forma magistral con el
resto de sobrios colores con los que cuenta la pintura. El extraordinario
dibujo de la pintura imprime a las figuras una sensación de dinamismo sereno
que contribuye aún más si cabe a ensalzar a este personaje como un ser en quien
se puede confiar por su sólida dirección. Por las características que muestra,
se cree que esta pintura puede pertenecer a la primera de las dos etapas en las
que Murillo trabajó en el convento capuchino, fechándose sobre 1665 y 1666.
Ciertamente es muy interesante observar cómo pudo basarse el pintor sevillano
para esta creación, en una estampa del italiano Simone Cantarini, discípulo de
Guido Reni, pero comprobándose como supo interpretar de forma personalísima el
ambiente y los rasgos del Ángel y el pequeño niño.
Fuente iaph.
San Fernando.
1667.
Óleo sobre lienzo.
Sevilla. Catedral de Santa María. Sala Capitular.
Procedencia: Ha permanecido en el lugar para donde fue pintado.
1667.
Óleo sobre lienzo.
Sevilla. Catedral de Santa María. Sala Capitular.
Procedencia: Ha permanecido en el lugar para donde fue pintado.
El rey castellano Fernando III “el
Santo” fue canonizado en el año 1671, celebrándose en Sevilla una serie de
festejos en conmemoración de dicho acontecimiento. En la Sevilla de Murillo,
San Fernando era venerado por haber conquistado de la ciudad en 1248,
restaurando el cristianismo y promoviendo la edificación de conventos e
iglesias.
El modelo que Murillo utiliza en esta pintura para efigiar a San Fernando fue repetido en varias ocasiones. Se muestra al santo como un hombre seguro de su voluntad, revestido con los atributos del poder -como la corona, la coraza y el manto- y portando en una mano la espada de conquistador y en la otra, el orbe, emblema de su poder y de la difusión del cristianismo en el mundo.
El modelo que Murillo utiliza en esta pintura para efigiar a San Fernando fue repetido en varias ocasiones. Se muestra al santo como un hombre seguro de su voluntad, revestido con los atributos del poder -como la corona, la coraza y el manto- y portando en una mano la espada de conquistador y en la otra, el orbe, emblema de su poder y de la difusión del cristianismo en el mundo.
Una de las obras más valiosas que
guarda la Catedral de Sevilla es sin duda este retrato de San Fernando que
Murillo realiza hacia 1671, en el periodo de su plenitud artística, con motivo
de la canonización del Santo Rey, aprobada por Clemente X el 4 de febrero de
ese año, en cuyo proceso actuó como testigo y en cuyas fiestas participó
activamente como pintor escenógrafo.
Fue
dejada en herencia esta pintura a la Catedral por el medio racionero Bartolomé
Pérez Ortiz, primo hermano de Murillo, quien seguramente la encargó para su
oratorio privado.
La
aportación de Murillo resulta decisiva en la iconografía de San Fernando, ya
que existían pocos precedentes; además, no podemos olvidar que el 3 de abril de
1671 el Cabildo permite a Murillo y al escultor Pedro Roldán que vean el rostro
del Santo, con objeto de que hicieran sendos retratos.
Nuestro
pintor realizará varias pinturas de Fernando III, entre las que sobresalen la
que se encuentra en el Museo del Prado o el tondo de la Sala Capitular de la
Catedral de Sevilla, que es la primera de cuantas realiza y en la que destaca
la mirada dirigida hacia el espectador, que contrasta con la que va a representar
en el cuadro que estamos comentando, que actualmente se encuentra en el
trascoro de nuestra Catedral formando parte de la exposición “Murillo en la
Catedral. La mirada de la santidad”, título que parece hacer alusión directa a
este retrato de San Fernando, ya que sus ojos dirigidos al cielo expresan
acertadamente su santidad, que se refuerza además por el recurso de la luz que
procede del ángulo superior izquierdo y que representa la presencia de Dios.
El
Santo Rey se recorta sobre un fondo oscuro y aparece representado de medio
cuerpo a tamaño natural, como un hombre maduro en actitud contemplativa. La
obra muestra una composición triangular, que confiere a la imagen un sentido
ascendente, que queda reforzado por la mirada dirigida al cielo del Santo y por
la espada.
No
aparece vestido como un rey medieval, sino que va a la moda de los Austrias del
siglo XVII, luciendo armadura sobre la cual porta el manto regio con brocados
dorados y con la esclavina y el envés de armiño, que se cierra al centro con un
broche dorado.
Lleva
en su mano derecha la espada, la mítica Lobera que se conserva en la Capilla
Real, que simboliza su dominio sobre los musulmanes. Con su mano izquierda
sostiene un orbe, símbolo de su poder terrenal que, sin embargo, al ser de color
azul, hace alusión a la santidad del Rey, ya que este color simboliza la
elevación del alma hacia Dios. En el pecho se vislumbra bajo el manto una
cadena de oro de eslabones rectangulares con un medallón que representa a la
Virgen de los Reyes.
El
retrato se completa con la corona que San Fernando porta como rey y el nimbo
que alude a su santidad.
Fuente: Antonio Rodríguez Babío
Delegado diocesano de Patrimonio Cultural
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