CALLE MARQUES DE LA MINA -Historia y Leyenda-
El nombre de esta
calle proviene de El marquesado de la Mina es un título
nobiliario español de carácter hereditario
que fue concedido por Carlos II de España el 23 de septiembre de 1681, con el vizcondado previo de
Santaren, a Pedro José de
Guzmán-Dávalos y Ponce de León, señor de los mayorazgos de la
Mina, Santaren, Salteras y Santillán, patrón de la
capilla mayor de la parroquia
de Omnium Sanctorum, veinticuatro de Sevilla, caballero
maestrante de Sevilla y general de artillería. El rey Fernando VI de España le
concedió a este título la Grandeza de España en 1748.
La
denominación del marquesado hace referencia al molino de la Mina, situado en el
centro de la población de Alcalá de Guadaíra, en la
calle de Nuestra Señora del Águila, conocida popularmente como calle de la
Mina. El molino producía harina gracias a la fuerza de
una conducción subterránea de agua que después de atravesar la localidad, salía
a la superficie y llegaba hasta Sevilla en forma del acueducto
denominado los Caños de Carmona, por
entrar en la ciudad a través de la puerta de Carmona. Los Guzmán-Dávalos, una
rama menor de la casa de los condes de Olivares que
emparentaron con el linaje sevillano de los Dávalos, incluyeron en su mayorazgo
además del molino de la Mina una antigua alquería de
origen islámico cerca de Dos Hermanas nombrada
en el Repartimiento del Reino de Sevilla como Varga Santaren, de donde
se tomó la denominación del vizcondado previo.
En el siglo XVIII, por
extinción de la rama Guzmán-Dávalos, el marquesado de la Mina pasó a los duques de
Alburquerque, y posteriormente a los duques de Fernán
Núñez. El actual marqués de la Mina es Manuel Falcó y Anchorena, VI
duque de Fernán Nuñez.
Tanto en Barcelona como en Sevilla existe una calle
denominada Marqués de la Mina, en referencia al II marqués, Jaime de
Guzmán-Dávalos y Spínola (1690-1767).
LEYENDA:
En la casa número 4 de la calle Marqués
de la Mina, cercana a la parroquia de san Lorenzo, vivía Esteban Pérez,
maestro albañil. Una noche de invierno del año 1.868, llamaron a su puerta y,
al abrir, encontró un caballero cubierto con chistera y envuelto en una
amplia capa, que le hizo un encargo urgente para esa misma noche. Ante la
promesa de una buena paga, el albañil se vistió, tomó sus herramientas y subió
al carruaje del caballero. Una vez dentro, éste insistió en vendarle los ojos
para que no conociese el lugar de destino; como el albañil recelaba, el
embozado esgrimió un revólver y, poniéndolo en el pecho del albañil, dijo:
- Puede usted elegir entre el oro y el
plomo.
Durante una hora larga estuvo el
carruaje recorriendo las calles de la ciudad, siendo imposible para el pobre
albañil calcular, ni siquiera aproximadamente, el lugar en el que finalmente se
detuvo el carruaje.
Fue llevado a un sótano en el que le
descubrieron los ojos y se le ordenó levantar un tabique ante una hornacina.
Aterrado, comprobó que en el interior de dicho hueco había una mujer sentada en
una silla, atada y amordazada. Ante el titubeo de Esteban, el cañón del
revólver se clavó en su costado, oyendo de nuevo la frase:
- Puede usted elegir entre el oro y el
plomo.
No fue la promesa de dinero lo que hizo
que el albañil levantara el tabique, sino el miedo a que un individuo tan
peligroso hiciera uso del arma.
Terminado el trabajo fue amenazado de nuevo con la muerte si contaba lo sucedido. Le vendaron los ojos y lo llevaron a su casa. Una vez en ella, Esteban se acostó, pero el espantoso encargo no le dejaba dormir; aún veía los ojos de la emparedada suplicándole ayuda. Despertó a su mujer y le contó lo sucedido y, tras una breve discusión, se vistieron y presentaron ante el Juez de Guardia. Éste le tomó declaración y, aunque el albañil no sabía el recorrido que realizó el carruaje, sí recordaba que cada cuarto de hora sonaba la campana de una iglesia cercana. La pista fue definitiva: en toda Sevilla, la única iglesia con reloj que marcaba los cuartos era la de San Lorenzo. Al parecer, el coche había dado vueltas durante una hora para volver al punto de partida. Con este indicio y otros detalles que recordaba Esteban sobre el sótano, encontraron rápidamente el lugar y lograron rescatar a la mujer emparedada sana y salva, que resultó ser hija de los dueños de una conocida confitería de La Campana.
Terminado el trabajo fue amenazado de nuevo con la muerte si contaba lo sucedido. Le vendaron los ojos y lo llevaron a su casa. Una vez en ella, Esteban se acostó, pero el espantoso encargo no le dejaba dormir; aún veía los ojos de la emparedada suplicándole ayuda. Despertó a su mujer y le contó lo sucedido y, tras una breve discusión, se vistieron y presentaron ante el Juez de Guardia. Éste le tomó declaración y, aunque el albañil no sabía el recorrido que realizó el carruaje, sí recordaba que cada cuarto de hora sonaba la campana de una iglesia cercana. La pista fue definitiva: en toda Sevilla, la única iglesia con reloj que marcaba los cuartos era la de San Lorenzo. Al parecer, el coche había dado vueltas durante una hora para volver al punto de partida. Con este indicio y otros detalles que recordaba Esteban sobre el sótano, encontraron rápidamente el lugar y lograron rescatar a la mujer emparedada sana y salva, que resultó ser hija de los dueños de una conocida confitería de La Campana.
El culpable del terrible suceso era su
marido, un hacendado cubano propietario de plantaciones de caña de azúcar, que
en un ataque de celos la emparedó, siendo detenido por la policía cuando
intentaba embarcar rumbo a La Habana. Finalmente, resultó no ser cierta tal
afirmación y que el origen de su fortuna estribaba en su oficio de verdugo en
la capital cubana. Desde ese cargo, y aprovechando la revolución, se dedicaba
al chantaje a personas acaudaladas, a las que amenazaba con denunciar falsamente
si no le pagaban el dinero solicitado.
Afortunadamente, y a diferencia de otras
muchas leyendas sobre mujeres emparedadas, la de Sevilla terminó felizmente,
salvándose la dama y siendo ejecutado el culpable.
Fuente: Jose
Becerra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario