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En 1655 llegó a Sevilla Francisco de Herrera el Mozo, procedente de
Madrid tras una probable estancia de algunos años en Italia. A poco de llegar
pintó el Triunfo del Sacramento de la Catedral de Sevilla, con la novedad de
sus grandes figuras situadas a contraluz en el primer plano y el revoloteo de
ángeles infantiles tratados con pincelada fluida y casi transparente en las
lejanías. Su influencia se podrá advertir de inmediato en el San Antonio de
Padua, cuadro de grandes dimensiones que Murillo pintó para la capilla
bautismal de la catedral sólo un año después. La neta separación de los
espacios celeste y terreno, tradicional en la pintura sevillana, con su
equilibrada composición y figuras monumentales, se rompe decididamente aquí,
potenciando la diagonal, al situar el rompimiento de gloria desplazado a la
izquierda. El santo, a la derecha, extiende los brazos hacia la figura del Niño
Jesús, que aparece aislado sobre un fondo vivamente iluminado. La distancia que
los separa subraya la intensidad de los sentimientos del santo y su anhelo
expectante. El santo se sitúa en un espacio interior en penumbra, pero abierto
a una galería con la que se crea un segundo foco de fuerte iluminación con la
que consigue una admirable profundidad espacial y evita el violento contraste
entre un cielo iluminado y una tierra en sombras, unificando los espacios
mediante una luz difusa y vibrante en la que algunos ángeles del primer plano
quedan también a contraluz.
La propia evolución de su pintura hizo posible esa rápida asimilación
de las novedades herrerianas. Del mismo año 1655, terminados en el mes de
agosto cuando se colocaron en la sacristía de la catedral, son la pareja de
santos sevillanos formada por San Isidoro y San Leandro, cuadros costeados por
el acaudalado canónigo Juan Federigui. Tratándose de figuras monumentales,
mayores que el natural por ir colocadas en lo alto de las paredes, aparecen
bañadas por una luz plateada que provoca en las túnicas blancas destellos
brillantes logrados por una técnica de pincelada pastosa y fluida. De fecha
próxima pueden ser la Lactación de San Bernardo y la Imposición de la casulla a
San Ildefonso, ambos en el Museo del Prado, de datación controvertida y origen
desconocido. Los cuadros se citan por primera vez en el inventario del Palacio
de la Granja de 1746 como pertenecientes a Isabel de Farnesio, probablemente
adquiridos durante los años de estancia de la corte en Sevilla. Por su tamaño,
de más tres metros de alto y similares dimensiones, cabe suponerlos cuadros de
altar, aunque se desconoce la iglesia para la que fueron pintados y si la
procedencia, como parece, es la misma para ambos. Todavía se aprecia en ellos
el gusto por la iluminación claroscurista y las figuras monumentales, con una
composición sobria y detalles decorativos en los que se han advertido recuerdos
de Juan de Roelas principalmente para el lienzo de San Bernardo, si bien con un
tratamiento de los accesorios más naturalista en Murillo que en su modelo. Pero
al mismo tiempo, el sutil empleo de las luces, especialmente en las zonas más
intensamente iluminadas, avanza el tratamiento lírico de la materia que será
característico de su obra posterior.
Dos importantes conjuntos, cuyos encargos no han podido ser
documentados, podrían pertenecer también a este momento por su rico sentido del
color y la disposición de algunas figuras a contraluz: los tres monumentales
lienzos dedicados a la vida de Juan el Bautista, de los que únicamente se sabe
que en 1781 colgaban en el refectorio del convento de religiosas agustinas de
San Leandro de Sevilla, vendidos por el convento en 1812 y actualmente
dispersos entre los museos de Berlín, Cambridge y Chicago, y la serie del Hijo
Pródigo (Dublín, National Gallery of Ireland), de la que algún boceto se
conserva en el Museo del Prado, serie inspirada en grabados de Jacques Callot
pero que el pintor supo adaptar a su propio estilo pictórico y al ambiente
sevillano del momento en las vestimentas y fisonomías de sus protagonistas.
Esta aproximación histórica es especialmente reseñable en el lienzo llamado El
hijo pródigo hace vida disoluta, en el que se ha visto una escena costumbrista
contemporánea con todos los elementos propios de un bodegón y otros detalles
naturalistas hábilmente resueltos, como la figura del músico que, situado a contraluz,
hace más agradable el banquete, el perrillo que asoma bajo el mantel o los
generosos escotes de las damas engalanadas con ropas de vistosos colores y
comedido erotismo.
Los desposorios místicos de
santa Catalina,
óleo sobre lienzo, 449 x 325 cm,
Cádiz, Museo de Cádiz. La muerte
sorprendió a Murillo cuando trabajaba en las pinturas para el retablo mayor de
la iglesia de los capuchinos de Cádiz al que pertenecen los Desposorios místicos de santa Catalina, cuya ejecución
hubo de completar Francisco Meneses Osorio.
En Los desposorios místicos de Santa Catalina (1682) vemos representado
el momento en el que una corte de seres celestiales (presumiblemente enviados
por el Altísimo), colocan nada más y nada menos que una corona y un anillo en
el dedo de la Santa, todo ello en presencia de más divinidades religiosas.
Una
boda espiritual en toda regla.
Murillo,
como recoge su testamento, no había terminado la obra de la Iglesia de los
Capuchinos de Cádiz cuando hubo de volver a Sevilla entre grandes dolores
ocasionados por el cumplimiento de la profecía.
Al
estar pintando aquella celestial boda de unos cuatro metros de alto sobre un
andamio, un mal paso dio lugar a una funesta caída.
Si
bien es cierto que no lo mató en el momento, obligó a que Bartolomé Esteban
Murillo colgara sus pinceles .
Poco antes
de morir, Murillo quiso recoger en su testamento que dejaba sin terminar una
obra en la iglesia de Santa Catalina de los capuchinos de Cádiz. Su última gran
obra de arte. La misma que el maestro pintó a finales de 1681 para esta ciudad
y que hoy se exhibe, tan majestuosa como inacabada, en el fondo de la sala
Murillo del Museo Provincial de Cádiz, atrapando las miradas de cuantos ponen
un pie en el diáfano espacio
José y la mujer de Putifar
Obra
de Bartolomé Esteban Murillo, hacia 1645, óleo sobre lienzo, 196,5 x 245,3 cm.,
Kassel, Gemäldegalerie Alte Meister.
El cuadro, con una carga erótica poco usual en
la pintura española, fue adquirido a nombre de Murillo por el landgrave de
Hesse antes de 1765. Confiscado por las tropas francesas, se expuso en el
Louvre de 1807 a 1815. Devuelto a sus propietarios fue considerado obra
italiana y atribuido por el museo a Simone Cantarini. En 1930 se descubrió la
firma del pintor tras una limpieza, lo que no impidió que continuasen las dudas
acerca de su autoría reivindicada tras la aparición en colección particular de
una segunda versión del mismo asunto de autografía indiscutida.
“Magdalena penitente”.
Copia de B.E. Murillo. Siglo XVII. Escuela
Española. Museo del Prado
El
cuadro “Magdalena penitente”
aparece registrado con el nº 1008 en los catálogos del Museo del Prado de
1910-1920 y 1972. Desde el año 1919 y por Real Orden, está depositado en el Palacio de los Consejos o Palacio de Uceda,
sede del Consejo de Estado, en la calle Mayor esquina con la calle
Bailén de Madrid, formando parte se eso que se ha dado en llamar “el Prado
disperso”.
Se conservan cuatro Magdalenas penitentes de Murillo, supuestamente
pintadas entre 1640 y 1655. En las cuatro aparece un ungüentario de cerámica, junto a la calavera y el
libro de oraciones. Las dos primeras copian el grabado de Swanenburg (h1609),
a partir de un modelo de Abraham Bloemaert,
Esta es
una de las varias pinturas que el artista sevillano dedicó a Santa María
Magdalena. Según Enrique Valdivielso
en su “Murillo. Catálogo razonado de pinturas” (Fondo Cultural Villar Mir,
Madrid, 2010), fueron un total de ocho los cuadros dedicados por Murillo a
este mismo motivo, con diferencias muy importantes entre ellos
Fuente: jaimeurcelay.
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“Magdalena penitente”. Original de Murillo, hoy en The Minneapolis
Institute of Arts
FRAY FRANCISCO Y LA
COCINA DE LOS ÁNGELES
Fecha 1646
Óleo sobre lienzo 180 x 450
Museo del Louvre
Murillo pinta aquí dos veces el cántaro de una arroba que
aparece en el Niño espulgándose:
en el centro del cuadro, sujeto del asa por el ángel más cercano a fray Francisco;
y, de nuevo, en el ángulo inferior derecho, junto a la mesa en la que otro
ángel distribuye los platos de loza blanca. El pintor incluye
aún otra pieza de la alfarería de agua: una jarra con
pico, similar a la píchela aragonesa para el vino, esmaltada en blanco y
decorada con un discreto motivo vegetal. La vemos en un segundo plano, junto
a la cabeza del angelito que está majando -machacando-
en un almirez;
a su izquierda aparece también una amplia fuente blanca que continúa la línea
de objetos luminosos que cruza la composición y que, pasando por el pecho del
ángel que lleva el cántaro, llega hasta la aureola del santo franciscano.
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Realizado
para el Convento Casa Grande de San Francisco de la Plaza Nueva, fue el primero
de los grandes encargos que recibiría Murillo sobre 1646.
En
este cuadro se resaltan, por supuesto, las virtudes de pobreza y amor al
prójimo de la orden franciscana. El fraile representado es Fray Francisco
Pérez, de quien se decía que llegaba al éxtasis en sus oraciones dejando de
hacer sus trabajos. Precisamente estos ángeles de la cocina serían enviados por
Dios para que realizaran las tareas del convento que Fray Francisco dejaba sin
hacer e impedir que le abroncaran.
La
curiosa escena juega con ese tenebrismo tan de moda en la época del
cual Zurbarán sería uno de los más claros exponentes. Los ángeles de
rostros casi perfectos contrastan con los humanos de rasgos personalísimos.
PREPARACIÓN DE TORTAS
DE HARINA.
Fecha 1655-1660
Óleo sobre lienzo 164
x 120 cm
Museo Hermitage. San
Petersburgo
Vieja comiendo gachas con un chico y un perro
Fecha 1660-1660
Óleo sobre lienzo 147
x 107
Museo Wallraf Richartz.
Colonia.
Vieja
comiendo gachas con un chico y un perro(detalle)
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Jarra picuda de loza trianera, con vidriado
estannífero blanco, sobre el que resalta la decoración vegetal verdiazulada
hecha con un barniz de cobalto.
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